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opinión

Una pasmosa tranquilidad

Es como si Raschella viniera a decirnos que recordar es fácil, pero olvidar, imposible…

Encontré en la biblioteca, al lado de la edición original (Paradiso, Buenos Aires, 1994) la reedición en Eudeba, en la Serie de los dos siglos, dirigida por Sylvia Saítta y José Luis de Diego, de Diálogo en los patios rojos, de Roberto Raschella (Buenos Aires, 2013). Ya va siendo hora de reeditarla otra vez, porque la novela de Raschella sigue siendo una de las más extraordinarias novelas contemporáneas. Como sobre Libertella, más de una vez escuché decir sobre Raschella: “gran escritor, lástima que no vende”. ¡Eso a quién le importa! Bueno, tal vez les interese a los editores, por supuesto, y sobre todo a muchos autores y autoras, convertidos cada vez más en emprendedores y emprendedoras. Pero a los demás, es decir a nosotros, los lectores, las ventas nos tienen sin cuidado. Es tan ininteresante la brecha comercial que separa el éxito del fracaso, que tiendo a pensar que la mejor literatura “es” el fracaso mismo, situación que no me es ajena en absoluto. Lejos de mí, sin embargo, la intención de llevar a cabo una apología del fracaso, o mejor dicho, de la lateralidad, el margen, la rareza (el fracaso es, antes que económica, una categoría moral, por eso mismo insuficiente: siempre son preferibles los términos topográficos, los desplazamientos, los alejamientos del centro en un mapa imaginario). Pero diré, sí, que un escritor verdadero, un artista, vuelve irrelevantes los criterios convencionales de éxito, los pone en cuestión, los desafía o, incluso, los ignora.

Raschella, nacido en 1930, es un gran escritor (narrador y poeta) y Diálogo en los patios rojos, su primera novela, un gran libro. En la contratapa de la edición original se menciona “ese antiguo y luminoso estado de la palabra”, frase que me parece de una total justeza. Porque si a primera vista, Diálogos… se exhibe como una novela sobre la memoria, sobre los recuerdos, sobre un torrente de conversaciones, voces e inflexiones que se entremezclan en el límite entre el flujo de la conciencia y la materialidad de las cosas, es ante todo una novela sobre el estado de la palabra, el estado político de la sintaxis. Escrita en una lengua castellana que trae el sedimento de la inmigración italiana (pero que nunca es cocoliche: es más bien una lengua otra, una lengua que desde el castellano avanza sobre el italiano), por ese sedimento viaja la memoria del idioma, que incluye la memoria de la ciudad, de la naturaleza dentro de la ciudad (las palomas, el sol), los amores, la muerte. Es como si Raschella viniera a decirnos que recordar es fácil, pero olvidar, imposible… y en ese olvido imposible, en ese volver a hacer presente lo que el presente quiere olvidar, la novela se asienta en una interrogación esencial, en la pregunta por el estado de la lengua en la contemporaneidad. Esa pregunta, esa vacilación, aparece ya en Malditos los gallos, su primer libro de poesía y, por supuesto, en Si hubiéramos vivido aquí, su segunda novela. Releyendo a Raschella vuelvo a pensar que no me interesa ninguna literatura argentina que no se interrogue críticamente sobre el estado de su material, sobre el estado de la lengua. Raschella lo hace como pocos, o como nadie, y su relectura, cada diez años, me vuelve a colocar frente al abismo de una escritura que aúna radicalidad y una pasmosa tranquilidad. Un vanguardismo discreto.

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