La cuestión que se le planteaba a aquel Gabinete de Guerra, que en 1940 se reunió inicialmente en el Almirantazgo (a pocos pasos de Downing Street subiendo por Whitehall) y luego en el búnker excavado debajo del edificio del Tesoro, era si Gran Bretaña debía seguir luchando sola, quizás hasta la destrucción de sus fuerzas armadas o incluso hasta la destrucción de la propia nación, o si, por el contrario, le convenía no correr riesgos y explorar la posibilidad de alcanzar un acuerdo de paz con Hitler. El embajador italiano en Londres, a cambio de ciertos trueques coloniales en Africa, Malta y Gibraltar, había indicado que estaba dispuesto a pedir al máximo dirigente del fascismo italiano, Benito Mussolini, que actuara de intermediario entre Berlín y Londres para la consecución de ese pacto. Mientras que el rival de Winston en el liderazgo del país, lord Halifax, insistía enfáticamente en que se explorara esta opción, al menos hasta que pudiera averiguarse con claridad cuáles eran las condiciones exigidas por Hitler, y su antecesor en el cargo de primer ministro, Neville Chamberlain, reconocía que esa parecía la única forma sensata de escapar a una aniquilación casi segura, Winston se enfrentó a unas horas de enorme soledad en las que realmente no tuvo qué basarse, más que su propio criterio.
A muchos lectores les sorprenderá saber que el gran Winston Churchill, presentado ante la historia como un enemigo firme e inquebrantable de Hitler, dijo a sus colegas del Gabinete de Guerra que en principio no pondría objeciones a entablar conversaciones de paz con Alemania “si Herr Hitler estaba dispuesto a firmar la paz a cambio de la devolución de las colonias alemanas y del reconocimiento de su hegemonía en Europa central”. En un momento determinado, el 26 de mayo, fue más allá, y se afirma que dijo “que estaría muy agradecido si nos librábamos de las actuales dificultades, siempre y cuando conserváramos lo indispensable de nuestra fuerza vital, aunque fuera a costa de alguna cesión de territorio”. ¿A qué territorios se refería? En realidad, hablaba no solo de territorios europeos, sino también británicos. Y hay más todavía. El diario de Chamberlain reseña el 27 de mayo que Churchill dijo al Gabinete de Guerra que “si lográbamos salir de este lío cediendo Malta y Gibraltar y algunas colonias africanas, él [Winston] no dejaría escapar la oportunidad”.
¿De verdad pensó Churchill en entablar conversaciones de paz con un maníaco homicida al que aborrecía por encima de cualquier otra persona? Parece que así fue. Tales eran las presiones que pesaban sobre él, que no solo se le pasó la idea por la cabeza, sino que incluso permitió que Halifax empezara a redactar un memorándum secreto para los italianos, exponiendo las condiciones de Inglaterra y dando los primeros pasos para averiguar hasta qué punto iba Hitler a ser severo.
A aquellos que piensen que la imagen de un Churchill dispuesto a considerar seriamente la idea de un acuerdo semejante menoscaba al gran hombre y daña su reputación, yo les diría justo lo contrario: que la imagen pública de un luchador combativo que nunca dudó de sí mismo no le hace justicia; hace de él un personaje irreal, un clisé, no tanto un ser humano tridimensional cuanto el producto de un sueño colectivo. Lejos de empequeñecerlo, su indecisión, su capacidad de poner al mal tiempo buena cara con el fin de mantener alta la moral mientras pensaba en otras soluciones, lo engrandecen.
Estos son, pues, los instantes más oscuros a los que hace referencia el título del libro, pero de ellos –y lo que es más, por ellos– Churchill salió con dos coups de théâtre, dos golpes de efecto, dos ejemplos magníficos de oratoria: el primero, el discurso pronunciado ante un grupo de miembros del gabinete que no estaban al corriente de lo que se decía en el Gabinete de Guerra, y el segundo, el pronunciado ante el pleno del Parlamento, para que lo oyera todo el mundo. El primero fue una especie de calentamiento para lo que iba a venir, y no se conserva de él un texto completo, pero las anotaciones de los diarios de dos hombres que lo oyeron indican a grandes rasgos cuáles fueron sus líneas maestras y recogen muchas frases clave. El segundo discurso entró en la historia en el momento mismo en que las palabras salieron de los labios de Winston, a medida que nombraba las playas, los puntos de desembarco, los campos, las montañas, los mares y los océanos, e incluso los cielos; en suma, los lugares en los que los británicos se enfrentarían a los temidos germanos.
En esos dos discursos, y en otro pronunciado unas semanas antes –en el que prometió al pueblo entregarle, quisiera o no, su sangre, sus fatigas, sus lágrimas y su sudor–, utilizó todos los trucos a su alcance. Eran lecciones aprendidas de los oradores griegos y latinos en general, y de Cicerón en particular: primero suscitando la simpatía del público por su país, por él mismo, por sus aliados, por su causa, y luego elaborando un llamamiento emocional directo –lo que los oradores latinos llamaban el epílogo– destinado a no dejar ni un solo corazón indiferente, ni un solo ojo sin lágrimas. Existen modelos del tipo de espectáculo de fuegos artificiales que montó en tres ocasiones entre finales de mayo y principios de junio de 1940, en particular el discurso de Marco Antonio en defensa de Aquilio, durante el cual Antonio rasgó la túnica de Aquilio para mostrar las cicatrices que habían dejado en su pecho sus acciones en el campo de batalla, pero ni la Cámara de los Comunes ni el público británico en general habían oído nada parecido. Con sus palabras, Churchill cambió el estado de ánimo del mundo político y reforzó la voluntad nerviosa de un pueblo vacilante, obligándolos a emprender un camino incierto que –al final y contra todo pronóstico, y con todos los sacrificios vaticinados por Winston (y unos pocos más)– desembocó en la victoria total.
Eso es algo de lo que se cuenta. Tras la muerte de Winston, se dijo de él que durante aquellos días oscuros de 1940, cuando Gran Bretaña se mantuvo en pie sola frente a un enemigo monstruoso, supo movilizar la lengua inglesa y mandarla al campo de batalla. No se trata solo de una bonita metáfora. Las palabras fueron realmente todo lo que tuvo en aquellos largos días. Pero a decir verdad, cuando solo te queda una cosa con la que luchar, al final todo podría salirte mucho peor. Y esa es la lección que debemos sacar.
*Autor de Las horas más oscuras. Cómo Churchill nos alejó del abismo (Crítica).