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Un nuevo sentido

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Emojis | Unsplash | Count Chris | countchris

El celular trastoca al mundo. Para bien y para mal. Aumenta la ansiedad de comunicación sin que necesariamente tengamos algo para decir. Nos ofrece productos, amistades, información, soluciones, planes de pago, juegos, apuestas, más productos, videítos, recuerdos… Qué más se puede pedir de un aparato tan pequeño, donde cabe la memoria infinita (también vacua) de Funes.  Y todo sin demora,  al alcance de la mano, y con múltiples derivaciones: desde las más enciclopédicas hasta pueriles y perversas. Es casi una extensión del cuerpo, cuya temperatura puede equiparase a la nuestra, dado el contacto frecuente que mantenemos con él.  Pero ¿qué nos ofrece ese rectángulo metálico recubierto de plástico? ¿Cuánto nos satisface? O, ¿qué satisfacción es la que parece garantizar? ¿La velocidad de una respuesta? ¿La saciedad de la falta de respuestas?  Sin duda es el dispositivo de un cambio de cultura, de costumbres, de vinculaciones. Solo pensar que hace algunas décadas se andaba sin hablar en la calle, rumiando ideas, o sencillamente  dispuestos a la contemplación, o incluso a la ausencia; que para encontrar una solución había que investigar, revisar manuales,  acudir a expertos; que recordar implicaba una espera, la dilación natural entre lo que se busca y lo que se encuentra. Y que ahora la gente parece que no pudiera dejar de hablar, que todo se resuelve con tutoriales, y que los olvidos se reparan consultando una memoria artificial. La pérdida de tiempo parece una batalla ganada. Sin embargo hace falta tiempo para prestar atención.

En estos días se está discutiendo  la prohibición de celulares en las instituciones educativas. Al menos mientras los maestros y profesores dictan sus clases. Las opiniones son diversas aunque la mayoría concuerda con el carácter distractor de los teléfonos durante la cursada. Un posteo, un me gusta, una pasadita por Instagram, mejores amigos, google,  tantas posibilidades de “estar en contacto” sin estarlo con los presentes.  ¿O las presencias actuales son aleatorias y fantasmales?

Lo que me sorprende es el sentido del tacto. La nueva función de la yema, particularmente del dedo índice. Me pregunto si con los años no se desgastarán las huellas digitales hasta modificar nuestra identidad.  También es notable la participación del dedo pulgar. En complicidad con el índice, forman una pinza que agranda la imagen hasta revelarnos  indiscretamente el paso del tiempo en un rostro, propio u olvidado. Si como decía Paul Valéry, “La piel es lo más profundo”, ¿la pantalla será lo más superficial?

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