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Un mundo en cada plato

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“Se puede saber con la razón, pero mejor se sabe con la boca”, dice el chef Damián Cicero una vez que nos tiene domados. La frase me lleva a escribir esta columna.

Llegamos a Quilmes el sábado lluvioso de la tormenta de Santa Rosa, golpeamos la puerta azul de la calle Azcuénaga y, después de un trago, nos sentamos frente a la barra de acero inoxidable de una cocina abierta e impoluta. El salón es el comedor a puertas cerradas del chef, un tipo común que se hizo a fuerza de bacheo y deseo. La cocina es la de su casa, la misma en la que cada día le cocina a su hija y a su pareja. El espectáculo de fuegos y olores sucede ante nuestros ojos sin escatimar nada. Arde, crepita, salpica.

Mono, así se lo apoda, espolvorea con destreza platos que se terminan sobre tarimas iluminadas al mejor estilo de los escenarios de Hollywood. La estrella no es él, sino lo que sus manos logran. Podría enumerar la serie, pese al pudor que me provoca esta época de vacas flacas, pero creo que lo mejor sería centrarme en las gambas, un plato que de pronto está chispeando literalmente frente a nuestros ojos, y que bien podría terminar de cocinarse una vez que se apoyan en la mesa. “Las gambas más bonitas”, iba a cantarle, pero me sonó trillado, así que elegí el “mejor que todas las que probé en España”. No sé si por más apropiado o qué, el comentario abrió la charla. Mono se dio el lujo de pensar en voz alta y cocinar a la vez, con un ojo en el horno, otro en los woks, otro en nuestra mesa y un ojo más para cada una de las doce mesas completas que esperaban su turno para cenar.

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Comedor Azcuénaga tiene ese diferencial. Uno se sienta y el chef está ahí, listo y dispuesto para cada plato, para cada uno. No hay otras manos para acelerar la experiencia, ni más ayuda que la de Cecilia, su mujer, que además de experta anfitriona es una gran recomendadora de vinos. Es ella quien nos sugiere una botella de “Leyendas y cuentos, el Jinete Blanco”, exquisito blend mendocino, de Luján de Cuyo, que nos quedamos con ganas de seguir tomando.

El tiempo pasa con la lentitud de la lengua que sabe. “Esto hay que entenderlo con la boca, hay que saber esperar”, dice el chef, que solo ofrece un turno por noche de jueves a domingos. La nariz se ensancha, el vino abre las papilas gustativas y los sabores se expanden para hacernos sentir un placer distinto. ¿Cómo se escribe sobre ese saber sin palabras qué es el sabor? Lo intento y solo se me ocurren estas cosas: hay que sentirlo. El mundo vive en cada plato.