En 1973, dos hombres retuvieron a cuatro personas como rehenes durante seis días después de un robo a un banco en Estocolmo, Suecia. Cuando los rehenes fueron liberados, se negaron a testificar contra sus captores e incluso comenzaron a recaudar dinero para su defensa. Después de eso, psicólogos y expertos en salud mental asignaron el término “síndrome de Estocolmo” a la condición que ocurre cuando los rehenes desarrollan una conexión emocional o psicológica con las personas que los mantuvieron en cautiverio. Los síntomas: la víctima desarrolla sentimientos positivos hacia la persona que la mantiene cautiva o abusa de ella y sentimientos negativos hacia las figuras de autoridad o cualquier persona que podría estar tratando de ayudarles a alejarla de su captor. Incluso puede negarse a cooperar contra su captor; finalmente, comienza a percibir la humanidad de su captor y a creer que comparten los mismos objetivos y valores.
Donald Trump, el electo presidente de los Estados Unidos para un segundo mandato tras ser derrotado cuatro años atrás por el demócrata Joe Biden, dedicó buena parte de sus argumentos de campaña (y de gestión, y de vida) a denostar, insultar, descalificar y amenazar a inmigrantes de cualquier origen, particularmente latinoamericanos, a afroamericanos, a emprendedores no ideologizados, a campesinos, a empresarios más o menos vinculados a sus adversarios demócratas, a minorías sexuales, a artistas de perfil progresista, a defensores de los derechos humanos, a luchadores por una naturaleza menos hostil, a quienes se niegan a aceptar como normales las acciones de gobierno que afectan el ambiente y comprometen así el futuro de la humanidad, a las mujeres en general y particularmente a las que defienden sus derechos sobre el destino de sus cuerpos, aborto incluido. Y un sinfín de etcéteras que incluye la defensa de los valores históricos, éticos y culturales de las democracias liberales.
Cabe la pregunta: ¿por qué buena parte, la mayoría, de las víctimas de los exabruptos, las políticas y las acciones de Donald Trump votaron por él esta semana? Escuché y leí buena parte de los análisis de politólogos y especialistas en asuntos internacionales, sociólogos y encuestadores, y debo decir con tristeza que no encontré argumentos válidos que respalden esa conducta colectiva que lleva a Trump nuevamente al poder. Ni siquiera fundamentos económicos que la validen, porque si en algo le fue bien en su pálido gobierno al presidente actual, Joe Biden, es en el campo de la economía.
Entonces, iniciar esta columna definiendo el síndrome de Estocolmo me parece una buena idea para acercarnos a una explicación para tal realidad: todas aquellas víctimas –personas, colectivos, organismos intra y supranacionales, actores de ideas distintas– son, de una u otra manera, integrantes de un vasto universo de afectadas y afectados por el síndrome de Estocolmo. Comenzaron por aceptar su condición de sumisos dominados por los exabruptos del líder ultrarrepublicano para luego desconfiar y rechazar a sus oponentes (la policía, las autoridades, en el caso sueco, los políticos calificados por Trump como socialistas, comunistas, cooptados por la maldad), hasta desembocar en una abierta defensa y respaldo al candidato secuestrador de voluntades, aspiraciones y sueños de millones de norteamericanos.
Por estas latitudes no es diferente: los que trabajan o ya no lo hacen por haberse jubilado o haber caído en la desocupación, los estudiantes, docentes, pequeños y medianos empresarios, las personas iguales a las descriptas como víctimas del autoritario Trump son la “casta” sometida por el presidente Javier Milei, y lo votaron masivamente en diciembre y –en buena porción– lo siguen respaldando hoy, pese a continuar bajo secuestro cotidiano.
Estamos viviendo un raro mundo.