En 2018, Anand Giridharadas –un exMcKinsey, y entonces columnista del New York Times– publicó el best- séller Winners Take All: the elite charade of changing the world (Los ganadores se llevan todo: la farsa de la élite para cambiar el mundo). Si bien el autor detesta a Trump, lo interesante de este ensayo es que pretende mostrar cómo el establishment disimula la desigualdad empleando un marketing filantrópico que encubre la lógica win-win de los negocios, convalidada de hecho por demócratas y republicanos. El libro muestra la inequidad en el mediano plazo, lo que lleva a preguntar si la principal potencia mundial, regida por una democracia que fue ejemplar, está siendo gobernada todavía con esos valores.
Giridharadas expone cifras elocuentes: desde 1980 el ingreso promedio del 10% de los estadounidenses más pudientes se ha duplicado; el del 1% de los aún más ricos se triplicó, y el del 0,001% de los multimillonarios se multiplicó por más de siete, mientras que el ingreso de la mitad más pobre se mantuvo prácticamente igual. El autor sostiene que tres décadas y media de cambios “maravillosos y vertiginosos” no tuvieron ningún impacto en el salario promedio de casi 120 millones de estadounidenses. Una sociedad exitosa es una máquina de progreso y esa máquina está rota en Norteamérica es la conclusión dolorosa de Giridharadas.
Acaso con la esperanza ingenua del intelectual bienintencionado, escribió en el NYT en 2020, cuando Trump concluía su presidencia: “Pronto, el peor presidente de la historia moderna de EE.UU. volverá a su vida privada. Todos los que están a favor del imperio de la ley, la decencia y la verdad están exhalando un suspiro de alivio largamente postergado”. Giridharadas creía que Biden “podría resultar un vendedor increíblemente hábil de prioridades progresistas, utilizando su habla cautivadora, sencilla y amigable con el votante medio, ese aire americano de ‘vamos, hombre’, para hacer que los cambios importantes parezcan de sentido común”.
Poco de esto quedó en pie, un lastre considerable para Harris, aunque los sondeos muestren paridad. Si Trump volviera, lo que es probable, se habrá repetido la historia y será debido a la inflación y la creencia invariable en que los demócratas pertenecen a un estrato indiferente a las angustias populares, como la casta de Milei. A propósito, son sugerentes algunos artículos, como “Can Harris Stop Blue-Collar Workers from Defecting to Donald Trump?” (¿Podrá Harris impedir que los trabajadores manuales se unan a Donald Trump?), publicado en The New Yorker, donde se afirma que tal vez no sea suficiente con que Harris promueva los logros de Biden en materia laboral, porque los obreros desconfían de los demócratas por considerarlos miembros de una élite.
Otro artículo muy revelador, publicado en el NYT, es “It’s the Inflation, Stupid: Why the Working Class Wants Trump Back” (Es la inflación, estúpido: por qué la clase trabajadora quiere que regrese Trump) del experiodista Adam Seessel, declarado antitrumpista, quien quiso alejarse de New York para escuchar y entender al EE.UU. profundo. Lo que lo impresionó, al cabo de un muestreo representativo de esa geografía, fue que los entrevistados le dijeron que la economía es, en primer lugar, “horrible” y, en segundo lugar, “una mierda”. Encabeza el malestar la inflación, que los afectó severamente, haciéndoles descender un peldaño más en su calidad de vida, un declive que lleva décadas.
Escribe Seessel, en sintonía con Giridharadas: “los dolores más notorios se han presentado en los últimos años. La peor inflación y el aumento más rápido de las tasas de interés desde principios de los años ochenta. Para los adinerados estos son titulares, para los trabajadores son desafíos fundamentales de su vida diaria. Los trabajadores se preocupan mucho más por el día de pago, que por el 6 de enero”. Es lo mismo que ocurre en la Argentina y los adeptos a la república no quisieron ver: sin oportunidades, los individuos se vuelven indiferentes a la democracia. No les importan las instituciones, porque no les mejoran la vida. Allá los más necesitados donan plasma buscando ganar unos dólares más, acá se hacen escanear el iris por unas pocas criptomonedas.
Detrás de la tragedia de una mayoría que podría reponer en la presidencia a un político que desprecia la democracia y cuyos fanáticos asaltaron el Capitolio, subyace la pregunta acerca de las razones de la desigualdad de ingresos y oportunidades que genera resentimiento hacia el sistema. Esa cuestión interesa a los norteamericanos identificados con el liberalismo político, cuya esperanza a estas horas es que las mujeres con estudios le permitan a la Harris triunfar, aunque esto puede ser episódico. Los liberals lúcidos saben que, si no se acota la inequidad, de la que es responsable la élite del poder, la democracia no podría evitar el ocaso.
Paradójicamente, si se asume esa mirada no puede concluirse, empleando un estereotipo afín al progresismo, que a Trump lo quieren los ricos y Harris representa al pueblo. Aunque el republicano se muestre con Elon Musk, la evidencia no alcanza. Es más, un recuento dado a conocer por Forbes indicaría lo contrario, al menos en términos cuantitativos: 76 multimillonarios apoyaron a Harris y 49 a Trump. El sitio web Open secrets informa que la candidata demócrata embolsó hasta ahora el 60% del total de donaciones y aportes a las campañas.
La guerra banal que nos desangra
Quizás un país colonizado estructuralmente por enormes corporaciones constituya la razón de fondo del problema, como lo planteó el consagrado politólogo Sheldon Wolin en el libro Democracy Inc. de 2008. Recurriendo a su argumento podría decirse “¡Es el totalitarismo invertido, estúpido!”. Empleó ese término para caracterizar a una democracia que produce lo inverso de lo que predica, cuando el Estado y las corporaciones celebran una fusión velada que desplaza la soberanía del pueblo, fundamento del modelo de gobierno.
El daño que provocó Trump a las instituciones es inconmensurable y se acentuará todavía más si ganara. Pero nuestra conclusión es que él no constituye la enfermedad, sino el síntoma. Y que si el mal no se cura, volverán una y otra vez líderes autoritarios a terminar de destruir una democracia, que ya estaba debilitada antes de que irrumpieran.
Si pudieran votar el martes, los argentinos que aprueban a Milei elegirían a Trump y los que lo desaprueban a Harris. Sucede que la polarización es mundial. Pero eso no puede ocultar el escándalo. Hace años que el sistema se degrada con la complicidad de los progresistas. Sería hipócrita tirar la primera piedra.
* Sociólogo.