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Apuntes en viaje

Trayectos

La perra se acerca y los mira con esa cara de pedigüeña que pone, a veces liga un pedazo de pan que desprecia porque viene sin el fiambre. Los muchachos se ríen: mirá qué perra delicada.

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Trayectos. | marta toledo

En la plaza por donde paseo a la perra, todos los días se junta un grupito en las escaleras del anfiteatro. Mujeres jóvenes con sus perros. Desde que hay una invasión de dengue prenden una espiral, cada una tiene su mate, imagino una costumbre que quedó de la epidemia anterior. Todas las mañanas me llega primero el olor de la espiral y luego la imagen de las chicas reunidas. Todas las mañanas me desconcierta de la misma manera, porque es un perfume que asocio a las casas y no a un espacio público. Ellas conversan, pero sus animales no juegan entre ellos. En general está cada uno en la falda de su dueña o echado en un escalón. Quién sabe qué une a las humanas que sin embargo no es suficiente para los perros…

En cambio mi perra, con los años, se ha vuelto tan antisocial como yo. Si antes se desvivía por formar parte de la manada espontánea que se arma y se desarma cada día, según la coincidencia de horario, ahora le marca la cancha a cualquiera que se acerque demasiado. Prefiere revolcarse sola en el pasto o echarse unas carreritas rápidas, adelantándome, para esperarme sentada y con la lengua afuera unos metros más allá. O asediar a los muchachos que trabajan cerca, en la construcción, y al mediodía se sientan en las mesas de cemento a comer su almuerzo de un taper o a mordisquear un sánguche. La perra se acerca y los mira con esa cara de pedigüeña que pone, a veces liga un pedazo de pan que desprecia porque viene sin el fiambre. Los muchachos se ríen: mirá qué perra delicada, vos hambre no tenés, solamente ganas de comer.

Si llueve, como ocurre a menudo estas semanas, cierran la plaza. Los paseos entonces son por el barrio y con correa. El trayecto es siempre el mismo. Vamos a espiar a las viejas, le digo, y rodeamos despacito el edificio que ocupa media manzana. La perra se pone a oler las paredes con una concentración de semióloga, vaya a saber cuántos mensajes distintos le develará ese pedacito de ladrillo. Yo aprovecho para otear las altas ventanas abiertas que solo me dejan ver fragmentos del cielorraso, una lámpara o un mueble, las macetas que las viejas tienen en la ventana. A veces escucho el sonido de la radio o de la televisión, un ventilador encendido, una conversación telefónica. También sale el olor de las espirales. Cuando llegamos a la entrada, alguna vez justo la puerta se está abriendo y emerge una de las pensionistas con una bolsa de hacer las compras. Siempre estiro el cuello para ver un poco hacia adentro, pero la mujer cierra rápido. A veces saludo con ganas de iniciar una conversación, pero nunca me siguen la corriente.

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De ahí volvemos media cuadra y caminamos por un tramo de adoquines, una cuadra corta que muere en las vías del tren. A la perra le gusta comer el pasto que crece al costado de los rieles. Si cruzamos la vía se pone contenta y me mira y empieza a saltar porque sabe que dar ese paso significa ir a una panadería donde compramos chipá. Le gustan más que el pasto y que las migas que le convidan los albañiles.

Cuando entramos a la casa, la suelto y corre a buscar al gato. Le baila alrededor, a veces ladra, como si llegara repleta de novedades para contarle. El gato no sabe nada de la calle así como ella no sabe nada de los techos que él recorre. En esas cuitas que se comparten tal vez logren una visión completa del mundo: él, que lo mira todo desde arriba; ella, que lo camina entero por abajo.