Estas semanas están impregnadas de clima de campaña. Todo lo que se dice y hace en el campo de la política tiende a ser interpretado en términos de propósitos electorales. Ahora, no todo lo que se hace y dice con propósitos electorales resulta efectivo para esos fines. Eso conlleva un riesgo obvio, y bien conocido en todas partes: tomar decisiones cuyas consecuencias serán de largo plazo pensando en unos votos más dentro de tres semanas.
Por eso mismo es difícil interpretar la resonancia que se está dando al conflicto con Uruguay por la ex Botnia sin tener en cuenta este contexto electoral. Más allá de quién tiene una mayor dosis de razón en la polémica sobre la contaminación del río –tema no menor, desde luego, pero sobre el cual no es fácil abrir un juicio porque la información dada a conocer por ambos gobiernos es parcial e incompleta–, es claro que el problema podría manejarse de una manera más efectiva y menos espectacular a través de instancias de negociaciones serias. Del lado uruguayo, el presidente Mujica no ayuda cuando él mismo reacciona a los reclamos argentinos en forma ruidosa y, al mismo tiempo, esgrime argumentos que confunden a todo el mundo, comparando la contaminación de un río binacional por una planta de pasta celulosa con el fósforo que se acumula en el suelo de su chacra. Del lado argentino –un país sin política ambiental de largo plazo, plagado de fuentes de contaminación a lo largo y a lo ancho del territorio–, haber llevado el tema de Botnia desde un inicio al terreno de la confrontación abierta con Uruguay ha sido una exageración y posiblemente un despropósito.
El balance de réditos y costos por ese conflicto no ha sido nunca establecido del todo. No cabe duda de que la población de la zona de Puerto Unzué-Gualeguaychú se moviliza por este tema. La coincidencia entre distintas fuerzas políticas de la zona es un indicio: nadie quiere regalar votos mostrándose indiferente. En el resto del país la causa “anti-Botnia” nunca despertó mayores adhesiones, y es dudoso que eso suceda ahora. Para la imagen internacional de la Argentina, promover un nuevo conflicto externo no suma.
En respuesta al mal resultado en las PASO, el Gobierno no delineó una estrategia consistente para recuperar votos. Pululan las versiones de desacuerdos en la interpretación de las causas de la mala votación. Está claro que la Presidenta profundiza el estilo “new look” que ha elegido: más ligera, menos formal, más coloquial y amigable, menos instalada en la formalidad de su cargo y más humanizada. Eso, unido a decisiones que muchos no esperaban: reconciliación con Scioli, respaldo a un candidato hipermoderado como Insaurralde, empezar a tomar el toro por las astas en el tema energético –respaldando a Galuccio–, adopción de la línea dura en materia de seguridad, son sólo algunos ejemplos de ese giro. Pero, visto desde la política electoral, eso no es gratis; genera desconcierto o fastidio en los sectores más duros del Gobierno, diluye los elementos “sagrados” de la causa y no termina de convencer en cuanto a la consistencia de la política pública. El resultado es que casi no hay impacto en uno de los aspectos clave de la gobernabilidad, la confianza.
Los liderazgos del estilo del de nuestra presidenta se construyen sobre un conjunto de atributos cuya combinación y equilibrio no es fácil: personalidad fuerte y capacidad de comunicación, un “relato” capaz de seducir a un número grande de conciencias y un programa de gobierno que busca modificar aspectos de la realidad. El equilibrio se acaba rápidamente cuando el personalismo pierde credibilidad, o cuando crece en exceso por sobre los otros elementos, ya sea porque las realidades resisten los cambios, ya porque las conciencias comienzan a independizarse. Casi todos los gobiernos centrados en esos atributos terminan sufriendo ese problema: el personalismo dominante tarde o temprano acaba por quitar efectividad a los otros elementos –o bien la biología hace lo suyo y el líder personalista, que es finalmente un ser humano, sufre sus efectos–.
El gran valor agregado de las instituciones republicanas y democráticas no es sólo que pone en manos de toda la población elegir a sus gobernantes y da voz a todos, sino también que pone límites al poder que puede acumular el gobernante.
Cuando el líder confía excesivamente en su capacidad de comunicación y descuida las realidades que afectan a la gente, las conciencias recobran autonomía; la realidad siempre realimenta la comunicación. La Presidenta busca no perder protagonismo en este proceso electoral, e insiste en elaborar su comunicatividad imprimiéndole, cuando lo juzga conveniente, nuevos matices. Pero, al mismo tiempo, la gente dice que las realidades que vive y sufre cada día no están siendo muy buenas. Cada vez son menos los que identifican los estados de ánimo de la Presidenta con la gran batalla por la “causa nacional”; la persona de Cristina Fernández de Kirchner puede despertar los más variados sentimientos, pero crecientemente se instala en el territorio del espectáculo, de lo que se ve en la televisión, y se aleja del papel de líder de esa causa. Los dirigentes que la acompañan, diseminados por todo el país, necesariamente empiezan a concebir sus propias estrategias de supervivencia o de crecimiento pensando en escenarios futuros; y muchos –en verdad, muchísimos– ya eligieron otros caminos políticos. Ese “gran proyecto”, que alcanzó adhesiones superiores al 70% de la población y producía votos en exceso, está agotándose.
El resultado de una elección legislativa podría no ser tan decisivo para un gobierno. El problema se agudiza cuando la derrota se desparrama por sobre muchas provincias y municipios, diezmando la robustez de los dirigentes locales.
Lo mejor que puede esperar el país ahora es que los ciudadanos sientan que pueden votar sin producir hecatombes, que el Gobierno no dramatice los resultados y siga gobernando, haciéndose cargo de costos y por supuesto capitalizando éxitos según las cosas salgan mejor o salgan peor, y que el país se apreste a dos años de búsqueda de nuevos equilibrios políticos sin excesivos sobresaltos.
La Presidenta está logrando un balance que posiblemente no es malo para ella: su imagen se sostiene, aun cuando los votos se van a otros lados. El problema es que eso es malo para quienes sufren las derrotas electorales en carne propia.