A mi papá le pasaba lo mismo que al papá de Tronco, según él mismo refirió el otro día. Lo mismo que al papá de Tronco y, por lo visto, lo mismo que a los papás de muchos otros que se manifestaron de igual manera. La escena prototípica era la de la cena de la familia de cara al infaltable televisor (ahora lo más común es que cada cual tenga consigo su propio televisor portátil al que, por razones que desconozco, dan el nombre de teléfono). La idea era neutralizar la conversación, y en general funcionaba. Había intriga y conjeturas, si se veía a Columbo o a Kojak; y había risas si en la pantalla aparecían Tato Bores u Olmedo. Pero había noches de un programa político que ocasionaban en mi papá un proceso paulatino (paulatino pero intenso) de sulfuración palpitante. El preludio piazzoliano mal disponía al viejo tanguero, pero lo que lo sacaba decididamente de quicio eran los amañados planteos que, entre etimologías de dedos entrelazados, venían a continuación. El crescendo se sentía en la mesa como dicen que los animales sienten el tsunami en ciernes (pero no había tierra adentro adonde retroceder por refugio). Entonces ocurría: la erupción, el estallido, la lava, la onda expansiva. El meneo de cabeza se volvía insuficiente, se volvía insuficiente el tenedor golpeado en el plato. Mi papá pasaba entonces (lo mismo que el papá de Tronco, lo mismo que los de muchos otros) a contestarle al televisor, a gritarle al televisor, a insultar al televisor.
No quedaba del todo claro si lo mejor era contenerlo (ese estado, y los Parisiennes fuertes, prometían llevarlo al infarto) o dejarlo que se descargara del todo. Una cosa era segura (y en esto discrepo con Tronco): ninguna de las cosas que vociferaba en esas penosas circunstancias tenía valor alguno; más allá del factor catártico, que hoy cuestiono como brechtiano, no cobraban consistencia, no aportaban elaboración alguna, no eran más que unos chatos arrebatos virulentos. Es decir, con otras palabras: nada que mereciese ser traspasado del ámbito privado del comedor de casa a la esfera pública de la circulación social de las palabras. Es más, recuerdo que mi mamá le imploraba que bajase un poco la voz, no fueran a escucharlo los vecinos (Héctor, Nita: los del fondo; Marta, Rubén: los de al lado) diciendo semejantes cosas, bramando en semejante estado. Habría sido un papelón de aquellos.
Mi papá ya no está en este mundo (y presiento que en ningún otro) para hacerle la pregunta, pero a juzgar por su semblante, una vez que se calmaba, diré que tampoco él habría querido mostrarse así por fuera del reservado ámbito doméstico: le habría dado vergüenza que se vieran sus empurpuradas vociferaciones de desencajado, la ofuscación del enturbiado por la furia. Una cosa es gritarle al televisor, en el trance de un fuera de sí, y otra cosa es que eso se vea (me parece que fue por eso que buena parte de los hinchas de fútbol, incluso los del equipo contrario al suyo, nos solidarizamos en su momento con el Tano Pasman: ¿por qué exponer así sus exabruptos, en lugar de mantenerlos en una discreta reserva?).
Es sabido que en este tiempo se alteró la delimitación usual entre lo público y lo privado, o incluso entre lo privado y lo íntimo (entre nosotros lo han estudiado Paula Sibilia o Beatriz Sarlo). La tendencia es exponerse, la tendencia es exhibirse; dar a ver la propia vida, tal vez para sentirla importante, o darse a ver cada cual a sí mismo, tal vez para sentirse importante. En lo que a la esfera pública respecta, en todo caso, como espacio de discusión posible, se ha ocupado en buena medida con el show de los energúmenos. No tanto con agudos fiscales, o con tábanos a la Botana, como con oscuros desaforados repartiendo agresividad (nada lejos, o muy cerca, del mero escupidor de tribuna). No veo que se haya ganado mucho con salirse del pudor del hogar.
Si es por engranarse y perorar con la tele impasible, me quedo por lejos con Nanni Moretti en aquel tramo inolvidable de Aprile. Porque se enoja pero argumenta, porque cuestiona antes que nada al propio, porque sale y no se la agarra con nadie, porque con esa mala sangre que se hace consigue pese a todo hacer algo. Porque confirma que una ficción puede ser una herramienta formidable si se pretende interpelar la realidad o si se pretende discutir la política.