Cuenta ese escritor tan bueno y que nadie recuerda y de quien no daré el nombre porque en tiempos de nadería y difusión de la confusión hay bienes que deben mantenerse en el silencio, que en algún momento de nuestra historia los hombres empezaron a guarecerse en ciudades amuralladas para preservarse de la furia de lo que permanecía afuera, ya fueran hombres-otros o fieras salvajes o la multitud de dioses que repartían ecuánimes las protecciones y las catástrofes. Pero ningún encierro es inocente, y apenas un cuerpo se guarda la mente empieza a soñar con la libertad de los espacios abiertos, que no le pareció tal mientras la vivió, pero ahora aparece adornada con los encantos de la nostalgia.
Fue de esa combinación de arrojo y temor que en el curso de las eras se produjo una especie de síntesis, una mutación del efecto religioso, mezcla de exceso de devoción y fuerte fe en los beneficios del martirio autoinfligido, que determinó que estos personajes se lanzaran a una forma primitiva del turismo de aventuras metafísico. Así, buscaron el encierro en las frías montañas donde ruge el leopardo de las nieves y en los desiertos ardorosos donde la sierpe se alza. En la disputa clásica entre los fueros de dios y el demonio, la voluntad conducía en dirección del primero,que prescribía rituales de purificación y ascensión espiritual, pero los caminos que conducían a él estaban marcados rigurosamente por los tormentos que son potestad del segundo.
La mística del desierto –según leo– se inicia en el Egipto dominado por Roma a finales del siglo III. El Alto y Bajo Egipto recibe durante dos siglos a unos cinco mil ascetas –coptos o hijos de coptos– que se recluyen o esconden en tumbas, chozas, cavernas y celdas para que la anulación de los sentidos, apartados del estímulo de las multitudes de carne y agitación y ruido les permitan el acceso al sentido mayor, que es el de la divinidad que sólo se nos presenta cuando morimos en vida por ella. Ejemplos de la práctica de estos eremitas, hay a patadas. Por hoy, nos limitaremos a mencionar a San Antonio (251-356,105 años de vida y 80 de flagelaciones y luchas con demonios que le hablaban y lo aterrorizaban mostrándole mujeres desnudas que se desvanecían apenas las tocaba para rechazarlas. Anidó en una tumba durante veinte años, sin bañarse, y cuando salió de allí no olía a nada, ni siquiera a santidad, perfume que combina la acidez gástrica con el mal aliento. La seguimos la próxima semana, subiéndonos a una columna que es y no es ésta.