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Sherezade y don Quijote (F y H 4)

lectura 20221105
Libro y lector. | Unsplash / Aaron Burden

En la columna de la semana pasada afirmé que no tiene mayor sentido declamar que Don Quijote es la primera (y más grande) novela occidental moderna, porque su constitución íntima le debe todo al influjo oriental o, precisemos, árabe, o, si se quiere, moro. Mencioné el cautiverio de Cervantes en Argel y di por cierto el efecto que en su transcurso le produjo Las mil noches y una noche, sin que obre en mi poder constancia alguna de que leyó el libro tal y como un par de centurias más tarde fue descubierto por Antoine Galland y traducido (reescrito) al francés. Pero, haya leído Cervantes o no ese libro de libros, lo visible en Don Quijote es el influjo del modo de concebir el avance de la narración como un diálogo entre dos.

Y ahora veamos las diferencias y las similitudes: Sharyar y Sherezade, más que personajes en sí mismos, son figuras opuestas (el victimario suspendido y su víctima; el que escucha y la narra) para un habla que se sostiene y se suspende noche tras noche. Nada en ellos crece, Sherezade existe en la creciente complejidad de sus relatos, pero su destino final es un enigma cuya resolución conocemos de antemano (¿la matará Sharyar al fin o se casará con ella?), en tanto que Sharyar no es más que la triste figura del obsesivo infeliz que fracasa siempre al castigar tarde y mal ya no al sujeto de la traición sino al género mismo que lo engañó. Frente al comportamiento criminal del visir, no podemos menos que pensar: “¡Andá a agarrártelas con el esclavo negro pata de lana, gil!”. Desde luego, amamos a Sherezade y despreciamos a Sharyar, pero el destino que los reúne no nos afecta personalmente, nos importa en tanto modelo de relato que se propone eterno y episódico gracias a su astuta mecánica de interrupciones en el diván de la noche que después tomó Freud, junto con el corte de tiempo pautado de cada sesión (la cimitarra que detiene la cháchara del paciente, la vuelve novelesca y torna rentable el oficio psi). 

Una pequeña digresión: Borges dijo que Las mil noches y una noche proviene de El libro de Ester. Esta afirmación sin explicación figura en el libro que le dedicó Bioy Casares. Si alguien puede ofrecer más datos, este columnista le agradecerá. Continuemos.

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Cervantes toma ese modelo narrativo, el de la sucesión de historias, pero a cambio de ponerlas en boca de dos protagonistas siempre idénticos a sí mismos, “eternos como el agua y el aire” en su condición arquetípica, estáticos en su escena, los desplaza por la superficie de España y las aventuras que se narran ya no son solo las que se cuentan y las que se intercalan, sino las que se cuentan sobre ellos. Don Quijote y Sancho Panza son actores de la narración y, a la vez, objetos de ella, son personajes que se enfrentan y construyen sobre la base de las más cristalinas oposiciones: el bruto analfabeto vs. el instruido anacrónico o, si se quiere, el realista pedestre vs. el utopista pueril. Esa oposición está articulada elementalmente en el dichoso contraste risueño y feliz entre sus modos de hablar. ¿Dije feliz? ¡Claro! Don Quijote es una novela dichosa. Y además, y esto también la distingue de Las mil y noches y una noche, salen de la eternidad y se instalan en el tiempo móvil de España, y dentro de ese tiempo lo que observamos son los cambios del tapiz, la riqueza de la escena, que lo es menos por la sucesión de peripecias que por el modo de ese larguísimo plano narrativo, el maravilloso arco de la historia que va desde lo que son hasta el momento en que Don Quijote se sanchifica y Sancho se Quijotiza, al mismo tiempo que el mundo como voluntad y representación de una modernidad en ciernes enloquece y se representa como comedia melancólica y burlesca de los ideales de Don Quijote, que desde luego empieza a desconfiar de esa representación. Porque un verdadero triunfo no es más que la realización empobrecida, la derrota por la vía del pragmatismo de una causa cuya realización más plena se halla siempre en el infinito. Y lo que importa aquí es que don Quijote y Sancho Panza nos implican delicadamente, se hacen de nosotros, de tal modo que en el final Don Quijote se nos muere a nosotros también.

En la próxima columna, quizá, con suerte, pasaremos de Cervantes a Flaubert. En cuanto a Huysmans, Dios dirá.