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Señal de ajuste

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Un sermón religioso, unos minutos de señal de ajuste, y la transmisión se interrumpía: terminaba la televisión. Al cabo de algunas horas, otros minutos de señal de ajuste, Telescuela técnica, y la transmisión se reanudaba: la televisión volvía a empezar (años después Fabio Alberti y Alfredo Casero parodiarían esos dos bordes, el de salida y el de entrada: el monólogo del párroco y el programa educativo). Y en el medio, ¿qué había? Entre una cosa y la otra, ¿qué pasaba? Un módico alboroto de rayitas grises, un rumor parejo de ruiditos sofocados. Para acercarlo a la naturaleza, aunque era más bien lo contrario, se solía llamarlo lluvia. En sentido estricto, sin embargo, era en verdad una especie de nada. En el medio, ¿qué había? Nada. Entre una cosa y la otra, ¿qué pasaba? Nada.

El mundo real seguía su curso, pero la televisión, no. La realidad y la televisión tenían entonces duraciones distintas, la realidad duraba más. Quedaba claro que no coincidían, que se trataba de cosas diferentes. Todo eso empezó a cambiar con Trasnoche Aurora Grundig, que trazó su más allá, la tele después de la tele. Pero se alteró definitivamente con la televisación por cable. Ahora la televisión pasaba a durar lo mismo que la realidad del mundo; las dos ocupaban, por igual, una totalidad de tiempo, o el tiempo en su totalidad. Parecían superponerse. Podían hasta intercambiarse (algunas teorías de las así llamadas posmodernas avanzaron por entonces en esa dirección).

La condición propia de las transmisiones radiales, aunque fuesen sincrónicas, era distinta (y lo asumían a conciencia, con vocación de inactualidad, las noches de Graciela Mancuso, Alejandro Dolina, El loco de la colina, La peña del camionero). Los radioescuchas de la célebre transmisión de Orson Welles, que en su momento se dieron aterrados a la fuga ante la invasión marciana, en este tiempo, ¿qué habrían hecho? Habrían corrido a prender el televisor, para ver qué era lo que estaba pasando. Entre la radio y la realidad, ahora estaba la televisión (o en el lugar de la realidad, llegado el caso, ahora estaba la televisión).

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La televisión por cable multiplicó además los canales; de cuatro o cinco a casi cien; surgió además el control remoto, y con él, una compulsión de dedo pulgar cuyo frenesí recibió el nombre de zapping (la dispersión perpetua, la imposible concentración, sin dejar de ser subjetivas, se objetivaban en cierta forma). Ahora que la televisión pasaba a ser incesante, surgía un dilema nuevo: ¿cómo salir o sustraerse de ella? O tal vez un problema nuevo: la dificultad para salir, la imposibilidad de sustraerse de ella. Se pasaba de alguna manera de la “eléctrica compañía” (Sui Generis, 1973) a la “sobredosis de TV” (Soda Stereo, 1984).

De la tele ahora se podía no salir. Y además ya no hacía falta entrar, porque estaba siempre ahí, ya no había que esperarla (los niños antes aprendían a esperar en parte gracias a la televisión: que llegara la hora de la programación infantil: Patolandia, Piluso o El Zorro. Con veinticuatro horas corridas de canales exclusivos, esa pedagogía desapareció y fue suplida por el hábito de tener un mundo siempre a disposición).

Es un hecho comprobable que mirar televisión es una práctica actualmente en decadencia; pero lo es respecto del aparato receptor tradicional y la escena clásica de contemplación. El pasar tiempo viendo imágenes a distancia (eso es la televisión en sentido estricto) está más vigente que nunca, solo que se lo hace por otros medios: laptops, tablets o teléfonos celulares, donde además de leer o escuchar música o mandar mensajes, es común pasarse montones de horas mirando imágenes. Es ahí adonde fue a parar el viejo y consabido televisor.

¿No es insólito, en este sentido, que se autorice a los niños a concurrir a las escuelas munidos de sus pequeños televisores portátiles? Los padres aducen que se trata de un teléfono o de un telégrafo y que los precisan para mantenerse en contacto con ellos. Pero tales funciones se ven subordinadas con creces al empleo televisivo del aparato. Eso que llevan es más que nada un televisor. Es tan obvio que su presencia en la escuela no puede sino perjudicar los procesos de enseñanza y aprendizaje, que ya podemos preguntarnos cómo no nos dimos cuenta antes de que no tenían nada que hacer ahí.