Hace un par de años, el filósofo Francis Wolff, gran amante y defensor de las corridas de toros, me explicaba la diferencia entre dos palabras que yo nunca había oído, “torista” y “torerista”, que forman parte de la jerga taurina. Una designa a los aficionados que aprecian ante todo la llamada “casta” del toro, su capacidad para embestir incansablemente el capote sin desviarse ni ponerse mañoso. La otra designa a quienes buscan ver la habilidad del torero, su valentía y su destreza para ejecutar movimientos complejos y personales. En Muerte en la tarde, el desparejo y a menudo latoso libro de Hemingway, se explica de entrada que no puede haber una gran corrida sin un gran toro y un gran torero (lo cual no ocurre muy frecuentemente, algo en lo que Wolff coincide, un siglo más tarde, con Hemingway). Pero también se dice allí que quien asiste por primera vez a la plaza, verá color, verá sangre y excitación, tendrá contacto con una tragedia ritual y sabrá si los toros son lo suyo. Pero no apreciará ninguno de los sofisticados detalles que permiten distinguir a los buenos toros y a los buenos toreros.
Con el cine pasa algo parecido: su emoción primaria, hecha de luz, de sonido y de suspenso, es accesible al principiante, pero a menudo se la confunde con su valor como arte. Así como no todo torero es un artista en lo suyo, con los cineastas ocurre lo mismo. Tardes de soledad, la película de Albert Serra que ganó en el Festival de San Sebastián y se proyectó en el último Bafici, es para muchos de sus espectadores una primera incursión en el mundo de los toros. Hemingway habla en algún momento del carácter taciturno de los toreros en los días de corrida y lo atribuye al contacto con la muerte. Serra, según me cuenta un amigo común, no leyó el libro: como buen afrancesado prescinde de Hemingway. La soledad de la que habla su título tiene una resonancia más amplia. Empezando por la del toro que se ve cuando empieza la película, cuya poderosa mirada mira a la cámara en un plano nocturno y a campo abierto. Pero tras este plano aparece el protagonista del film, el matador Andrés Roca Rey, quien va en una camioneta rumbo a la corrida y se lo nota hosco y nervioso. A los 28 años, nacido en Perú de familia taurina, Roca Rey es la estrella del toreo español contemporáneo y sus faenas son espectaculares: es valiente, inventivo, carismático, de un narcisismo extremo. Serra hizo un documental brillante, homólogo con el estilo de su personaje. Toda la fiesta de los toros está allí. Empezando por la presencia de la muerte: la casi inevitable del toro, la eventual del torero (a quien se ve recibir una peligrosa cornada) y hasta la más cruel de todas, que es la de los caballos. Y terminando en la pieza de barroco textil que es el traje de luces. Sin otras voces que las de los toreros que hablan entre sí o le hablan a los toros, con material de tres corridas seleccionadas a partir de un minucioso seguimiento de Roca Rey a lo largo de dos campañas, la película es espléndida. Como neófitos, sin embargo, nunca sabremos si –como le dicen sus ayudantes– Roca Rey mata “con verdad”. La gran hazaña de Serra, su mayor muestra de honestidad artística, es haber hecho una película que los críticos admiran, pero sin perder de vista que hoy el cine, como las corridas, no permite saber fácilmente si su verdad es verdadera.