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Roca, a cien años de su muerte

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La presidencia del general Roca fue un punto de inflexión en la historia política del país. Culminaron setenta años de enfrentamientos entre las provincias y Buenos Aires para dar inicio a un nuevo ciclo, en el que la unidad nacional consolidada abrió un período de armonía y paz como desde hacía años no se conocía. Llegó al poder luego de una cruenta lucha contra el exclusivismo porteño, pero en la presidencia fue un hombre de consensos: sus palabras “en política no se debe herir inútilmente a nadie ni lanzar palabras irreparables, porque uno no sabe si el enemigo con quien hoy se combate será un amigo mañana” signaron su gobierno.

Exitoso estratega, puso fin al grave problema del indio: el malón. La inseguridad azotaba al país pues los ataques sobre propiedades rurales y ciudades, para alzarse con ganado y mujeres, tenían en vilo a la sociedad. Roca acabó con la ausencia del Estado en esas tierras ubérrimas y cortó de plano las ambiciones chilenas, país con el cual inmediatamente cerró los primeros acuerdos fronterizos. Los indígenas que aceptaron la nueva situación ingresaron al Ejército Nacional, y sus hijos, a las escuelas salesianas.

Hoy, como ayer, la seguridad vuelve a ser el problema; una mirada retrospectiva de aquellos años debería ayudar a acabar con la delincuencia mediante la acción, el empleo y la escuela. Como presidente brilló por sus dotes de caudillo político, y fue jefe del primer partido moderno, el PAN (Partido Autonomista Nacional), que asumió la representación política tanto de las masas desheredadas del interior como de la élite culta. ¿Cuáles fueron las raíces culturales e históricas de este partido?

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Roca creció a la sombra de Urquiza. Se educó en el Colegio de Concepción del Uruguay, obra pedagógica del entrerriano, que persiguió el claro objetivo de consolidar una élite culta educada en los fundamentos del liberalismo provinciano, de base historicista, conocida como Generación del Paraná, antecedente de la Generación del 80.
Derrotado en Pavón, ingresó al ejército triunfante que de a poco se transformó en Ejército Nacional. Participó en la Guerra del Paraguay y al retorno sobresalió como un oficial disciplinado, respetuoso de las instituciones republicanas. Venció, por órdenes de Sarmiento, al caudillo insurrecto de Entre Ríos, López Jordán, responsable político del asesinato de Urquiza. Y luego reprimió el golpe de Estado llevado adelante por el mitrismo en 1874 derrotando a Arredondo en Mendoza.

Su obra de gobierno fue gigantesca. La federalización de la ciudad de Buenos Aires y el control de la Aduana dieron al presidente un territorio y un poder que permitieron que el Estado nacional se constituyera como tal. Fueron orientadas ingentes inversiones al interior del país, que ahora se beneficiaba de la unidad política. Puentes, canales, vías férreas, escuelas, caminos, todo floreció como jamás se había visto.

En materia educativa, la Ley 1.420 fue un mojón de civilización. En el roquismo anidaba, también, la moderna idea de educar para el trabajo, como lo explicitaba el ministro Magnasco en la segunda presidencia, que fue también gloriosa. Fue contratado Bialet Massé para que realizara un informe sobre la situación del pobrerío de la Patria. El resultado fue un moderno tratado que contemplaba la jornada laboral de ocho horas, la supresión del trabajo nocturno, el sábado inglés, la prohibición del trabajo de menores de 14 años, el salario mínimo para trabajadores del Estado, el preaviso, la licencia con goce de sueldo, el reconocimiento de las organizaciones obreras y –quizá lo más importante– los tribunales de trabajo.

El proyecto fue rechazado en Senadores. Se aprobó el servicio militar obligatorio, con el que se evitó una guerra, y en política exterior la Doctrina Drago legó al mundo el principio de no intervención militar por deudas. En síntesis, sus dos presidencias constituyeron y consolidaron el Estado nacional.

*Historiador. Autor de Perón liberal.