COLUMNISTAS
De EE.UU. a Europa

Racismos

El autor reflexiona sobre el origen del segregacionismo estadounidense y el nazismo, que nació en Europa, “en el seno de una de las culturas fundantes de la civilización occidental”.

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Brazos. Luther King, estadounidense, no africano; Hitler, el mal europeo. | cedoc

Veo por la televisión un programa en el que le hacen una entrevista a un músico negro, a propósito de un homenaje al discurso legendario de Martin Luther King, en agosto de 1963, cuando dijo la célebre frase “I have a dream”. En un momento dado el periodista le pregunta sobre el motivo por el que no se hace llamar “afroamericano” sino simplemente “black” y “american”. Responde que nada tiene que ver con África, que nunca viajó a ese continente, que en nada le daría vergüenza de tener raíces en esas tierras, pero que él es tan norteamericano como cualquiera que lo es, ya sea blanco, negro, latino o aborigen, y que está muy orgulloso de ser un norteamericano negro por todo lo que hicieron los de su raza por el país.

Me gustó su respuesta que no cede ante la presión de las lenguas dominantes y correctas, que cada vez que alguien habla irrumpe el personal de limpieza con sus escobas. Este hombre, músico, no recuerdo su nombre, no le agrega a su nacionalidad otra procedencia como tampoco lo hacen Scorsese o Sinatra con un obligado italoamericano, Bellow o Roth con un judeoamericano o John Huston y un americano irlandés. Todos están enamorados de la patria de sus ancestros y no reniegan en ningún momento de sus orígenes, pero su identidad nacional no varía y su “this is America” menos aún. 

Por mis estudios sobre la filosofía norteamericana en los tiempos del nacimiento de aquella nueva nación me interesé por el tema de la esclavitud. Era por demás interesante, que en una nación que tenía una vocación por la democracia que trascendía el marco político hasta convertirse en un llamado espiritual cantado por poetas y ensalzado por filósofos, el tema de las razas, de los negros, de la esclavitud, fuera determinante en el decurso de su historia, casi podríamos decir de su destino.

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Era interesante también que la vocación igualitaria que estaba en la letra misma de la Constitución fundante, una declaración de principios que invocaba al mismo Dios y a la Naturaleza, por quienes todos los hombres eran iguales, sin ningún tipo de prerrogativas de nacimiento, y con el mismo derecho a la felicidad, no supiera resolver el hecho de que en su territorio vivían más de dos millones de personas en un régimen esclavista convertidos en propiedad de otros hombres. 

Una realidad que fue una de las razones para que en el país dividido entre abolicionistas y esclavistas se desencadenara una larga y cruenta Guerra Civil que anuló la esclavitud, pero no el racismo. 

Más aún, el fin de la esclavitud fue el inicio del racismo, nos referimos a la segregación instalada por normas de exclusión, costumbres arraigadas trasmitidas por generaciones que hicieron de la población negra una subcategoría y de la sociedad de clases del capitalismo avanzado otra de castas de acuerdo con el color de la piel.

Si queremos informarnos sobre la composición demográfica de la población norteamericana hoy, en la segunda década del siglo XXI, y lo hacemos por un buscador de internet, leemos en Wikipedia que los norteamericanos se dividen en blancos, blancos hispanos, hispanos, afroamericanos, asiáticos, otros…

Se divide en dos a los blancos y en dos a los hispanos de acuerdo al color de la piel al tiempo que se cuidan de decir “negro”. En Estados Unidos, el racismo es parte de su idiosincrasia, como también lo es la permeabilidad de su sociedad, que ya tiene una cuarta parte de su población latina o hispana, una quinta parte negra, por lo que según el último censo un cincuenta por ciento de su población se compone de negros, latinos y asiáticos. Esta doble vara es típica de una sociedad que no deja de transformarse aún con sus contradicciones, e integra al mismo tiempo que discrimina a sus habitantes. 

Europa es más coherente, entra en pánico ante la mera posibilidad de llegar a cifras semejantes y verse infectada por gente de otras culturas. Su historia de colonialismo y nazismo marcó con masacres y genocidios la historia de la humanidad de una vez para siempre. 

La palabra que más se emplea para nombrar los peligros actuales es “inmigrante”, los gobiernos han convertido su contenido épico de las épocas en que las migraciones de pueblos refundaban naciones y creaban nuevas culturas, en el símbolo de la invasión racial, de la penetración simbólica y material de otras religiones, y de la violencia criminal.

Los países llamados de la democracia avanzada reconocen la necesidad de los inmigrantes por constituir mano de obra barata y hacerse cargo de trabajos que los nativos repudian, pero se sienten acorralados por la intromisión de nuevas costumbres ajenas a la idiosincrasia ilustrada de su propia tradición.

Donald Trump, en su debate con Joe Biden, dice que los inmigrantes que atraviesan el muro perjudican a los negros al quitarles posibilidades de trabajo. Alerta sobre una guerra entre pobres que seguirán siendo pobres y busca votantes entre ellos.

En un discurso reciente, Biden propone limitar el ingreso clandestino a través de la frontera mexicana a no más de 2.500 indocumentados por día hasta estudiar el caso de cada uno antes de recibirlos en forma legal. En una nación de 350 millones de habitantes esta cifra se puede considerar menor o importante si pensamos en un millón de individuos por año pero, desde mi punto de vista, muestra a una sociedad que no deja de transformarse a sí misma y no nos da la imagen de un mundo fijo, en retroceso, envejecido y conservador como el europeo.

Termino este apartado sobre racismo con una reflexión de Bernard Henri Levy entrevistado por la publicación de su libro La solitude d’Israel. Se ha convertido en un lugar común relativizar el Holocausto y sumarle otros genocidios de la que da testimonio la historia y rematar la idea con la denuncia de una política de segregación y apartheid de la población palestina que lleva a cabo Israel que repetiría el proyecto de solución final del nazismo.

El genocidio del pueblo judío no es comparable con ningún otro, pero no por la cantidad de víctimas ni por una medida de sufrimiento. El terror infligido a pueblos y las matanzas colectivas son inconmensurables. La particularidad del Holocausto tiene que ver justamente con su proyecto, que fue el de eliminar a lo que consideraban una raza maldita desde el inicio de los tiempos mediante una política científica que descubriera los genes trasmitidos de generación en generación y ocultos por conversiones, matrimonios mixtos y otras formas de disimulo, una política implementada por una organización empresarial gestionada por expertos para obtener el mayor rendimiento posible en el menor tiempo disponible para terminar definitivamente la tarea de eliminación de la última huella de aquel pueblo sobre la tierra.

Esta misión, llevada a cabo en nombre de la raza aria y concentrada en la palabra “judío”, no se define por los seis millones de muertos sino por la índole de la idea surgida en el seno de una de las culturas fundantes de la civilización occidental y cuna de sus más altos valores y prohombres de la ciencia y del arte. No es de extrañar que sobrevivientes como Kértész, Levi y Améry intenten durante sus vidas y escritos descentrar la mirada enfocada exclusivamente sobre Auschwitz y amplificarla hacia la historia europea más allá y más acá del nazismo.

Por eso insisten en que un nuevo Holocausto es posible ya sea de una u otra forma, si no hay un cuestionamiento radical de los valores que lo hicieron posible. Lo que Bernard Henri Levy dice, y que rescato como idea, es la desechar todos los intentos de “competencia entre víctimas” con que relativistas y negacionistas emplean para banalizar responsabilidades y empequeñecer enormidades.

 

*Profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires.