¿Sirve de algo vivir ocultándose? ¿En qué medida va mutilándose lo que no se encara de frente y con convicción? ¿Cuál es la etapa que sobreviene a las experiencias que ya hemos superado?
Viudas (2011) es una película argentina dirigida por Marcos Carnevale a partir de un guión que escribió en colaboración con Bernarda Pagés. En él lleva a la pantalla gigante el drama de dos mujeres que enviudan el mismo día y del mismo hombre. Enviudan. Envidian. Es tan cercano el deletreo que se juega en las palabras que resulta evidente desde el inicio. ¿Se puede vivir y ser feliz con lo que se es y se tiene o siempre hay que estar inclinado a pretender la vida de los otros aún sin conocerla? Esa parece ser la pregunta central. Y de buenas preguntas siempre derivan buenos productos culturales.
Las mujeres se conocen en la terapia intensiva de un hospital en plena situación terminal del hombre que se disputan. La esposa oficial, mejor parada económica y profesionalmente, es todo lo bella que puede serlo quien encarna su personaje en la ficción: Graciela Borges. La que ha vivido en la clandestinidad, más joven e inestable psíquicamente –tal vez a causa de no haber podido disfrutar de un amor en presente– [Valeria Bertuccelli] pierde su departamento amoblado en el Barrio Chino y termina alojada en la casa de la mujer adulta. Hasta ahí el planteo es previsible y el final imaginable: comedia de enredos. Pero lo que sigue es que, a la primera náusea de la más joven, sabremos que ese embarazo es fruto de su relación con el difunto. Ese es el giro en la trama, no esperen más.
¿Entonces qué?
La mujer mayor, enojada al enterarse del asunto la misma noche de gloria de la avant premiére de su documental sobre “femineidades”, echa de su departamento a la mujer a la que, hasta entonces, le había dado asilo. Pero no mucho después, y alertada por la empleada doméstica [Martín Bossi] del riesgo al que expuso a la amante de su marido difunto, sale a buscar a la embarazada hasta dar con ella en la puerta de la bóveda del difunto, en el Cementerio de la Chacarita. En ese punto la historia dramatiza la imposibilidad de hacer carne los discursos sociales que desde la profesión se trabajan y exponen, o se predican con la palabra, pero no con el ejemplo.
La historia concluye en un encuentro casual un día de lluvia, tiempo después, con la criatura ya en brazos de su madre y la cineasta subiéndolas a su auto para alcanzarlas a algún lugar, sin aparentes rencores.
De bajo presupuesto y poca sorpresa, la historia se narra sin melancolías ni estridencias, evita el dramón y, si bien resulta bastante previsible, no cansa en su longitud ni intenta impartir moralejas. Quizá allí radique su mayor virtud.
Simple y bien actuada, la historia hace que su co-guionista consiga una ópera prima que promete y pide a gritos una versión teatral con retrabajo en los diálogos y una buena dupla de actrices en escena.