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Por qué temerle a Milei

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Presidentes de la democracia en una matriz sobre tipos de liderazgo. | infografía g.p.

Como ya escribió Gustavo González en otra oportunidad: “Todas las semanas me prometo escribir de algo que no sea Milei y termino escribiendo sobre Milei”. Aprovecho a recomendar su última columna sobre la voluntad que explica parte del fenómeno de Milei. Me justifico hoy diciendo que no hay mejor momento para advertir los riesgos que implica Milei que hacerlo en su mejor momento tras la aprobación de su ley Bases en el Senado, la renovación del swap con China y la cifra más baja de inflación desde 2022 en el pasado mayo. 

Más que nunca ahora que quienes vaticinaron que Milei no podría gobernar y se avecinaría un colapso a pocos meses de asumir y/o aquellos como yo, que directamente recomendaron no votar por Milei, quedamos englobados en el campo de quienes “no la vieron” porque el gobierno libertario, paso a paso, parece asentarse con demostraciones de pragmatismo como aceptar negociar con legisladores y gobernadores de otros partidos, disculparse frente al Papa y ahora frente China.

Y más ahora que nunca, cuando las consultoras de opinión pública pronostican para las elecciones de medio término en 2025 que los candidatos de La Libertad Avanza lograrían alrededor de 45% de los votos contra 30% que obtuvieron en la primera vuelta, lo que significaría aumentar el cincuenta por ciento los votos propios.

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Los más agoreros, que fracasaron con sus pronósticos de corto plazo, podrán argumentar que Milei no implosionó porque no hizo lo que había prometido: no cerró el Banco Central, no intentó dolarizar y ni siquiera salir del cepo, ni bajar impuestos. Aunque sí hizo lo prometido en esencia, que fue eliminar el déficit fiscal. Sobre el pragmatismo de Milei (“no como vidrio”, dijo de sí mismo), recomiendo también la última columna de Eduardo Fidanza (“El triunfo de Jano”) y la de Jaime Duran Barba (“Lógica y sentido común”), ambas en sintonía.

Pero el problema de MIlei no es solo ideológico sino también metodológico y, siguiendo el impulso anticíclico que es parte de la tarea del periodismo que con ánimo correctivo contribuye con la crítica, profundizaré en “por qué temerle a Milei” ahora en su mejor momento.

El problema no solo es su ideología sino, peor aún, su metodología caótica

Andrés Hatum es profesor de la Universidad Di Tella con un doctorado en Inglaterra y es autor de ocho libros sobre organizaciones y dirección, tres de ellos en inglés, y de los cinco en español tres tienen foco en el mismo problema: El antilíder; Infierno: líderes y organizaciones que matan, y el último, del cual tomo el gráfico que acompaña esta columna, se tituló Desactivar la bomba. Una historia de líderes peligrosos. El libro de Hatum se refiere a organizaciones privadas, pero me resulta útil su clasificación para trasladarla a las organizaciones públicas.

La matriz de buenos y malos líderes se construye de cuatro cuadrantes conformados por dos aptitudes: por un lado, respeto por los valores y reglas de la organización o deseo de destruirlas; por otro, considerar a la gente un activo estratégico o descartable. En palabras de Hatum: “En un extremo encontramos al idealista, un líder que necesita a la gente porque su poder está basado, tal vez, en su carisma y el líder carismático basa su poder en la gente que lo sigue y lo idolatra. Hay idealistas que ponen todo su foco de atención en las personas para lograr sus objetivos, pero se olvidan la mirada organizacional o, directamente, la desprecian. Son idealistas bobos que creen que se puede construir un proyecto en el éter sin necesidad de una organización que apalanque los proyectos. De hecho, odian las estructuras organizacionales y tratan de generar formas de trabajo que nadie entiende cómo funcionan”. (...) “En el otro extremo se encuentran los líderes burócratas inertes o flanes, que se apoyan en el extremo de las reglas organizacionales para mantener el statu quo y no hacer nada al servicio de nadie”.

Los otros dos cuadrantes están ocupados por el mejor y el peor de las categorías: el verdadero líder, “que busca el crecimiento de la organización, respetando sus valores”, y el peor de todos, que Hatum bautizó como “jefechotismo”, que a su vez lo integran tres formas: “El líder abrasivo, el líder narcisista y el líder psicópata”. El narcisista no requiere mucha explicación: se cree único e infalible. Del líder abrasivo citó al exprimer ministro de Malasia Mahatir Mohamad decir “soy descarado y abrasivo, pero eso se debe a que he notado que cuando la gente es amable y educada nunca llega a ninguna parte”. Del líder psicópata cita el libro Snake in Suits: When Psychopaths Go to Work (Serpientes con traje: cuando los psicópatas van a trabajar): “No todos los psicópatas están en prisión, algunos están en la dirección”.

En las conclusiones finales de su libro, Hatum recuerda al profesor William Deming explicar que “un mal sistema le gana a la buena persona, siempre” y finalmente concluye: “¿Qué sucede en tiempos de incertidumbre? Tener un líder narcisista egocéntrico es un misil con cabeza nuclear que nos hace volar en pedazos. Entonces: ¿qué tipo de líder es mejor para estas circunstancias? Un líder aburrido coinciden (...) la efectividad en la gestión viene de personas estables, agradables y confiables. Los jefes más aburridos pero estables tienen personalidades que permiten lidiar con mayor claridad en los momentos difíciles debido a que pueden manejar mejor su emocionalidad”.

Ubicar a los presidentes de la democracia dentro de estos cuatro cuadrantes ponderándolos como líderes es subjetivo y nunca perfecto pero permite tener un parámetro más de juicio. Creo que podría haber coincidencias en colocar a Javier Milei en la categoría “idealista” mientras que a Alberto Fernández y a De la Rúa en la de “burócrata”. Y a partir de allí cada uno podrá o no colocar a Alfonsín, Menem y Néstor Kirchner en la de “líder” mientras que la ubicación de Mauricio Macri y Cristina Kirchner resulta más controversial: cada sector de la grieta oscilará entre líder y “jefechotismo”.

Pero lo útil de este cuadro es lo referente a Javier Milei, que justifica el temor frente a su estilo de liderazgo idealista de quienes “creen que pueden construir un proyecto en el éter sin necesidad de una organización”. Personalmente, siempre pensé que para la crisis que enfrentaba Argentina un líder aburrido como Rodríguez Larreta era, entre los candidatos, el más adecuado para sortear los desafíos de cambio con el menor costo.

Volviendo a Milei, aun si estuviera en lo cierto en su ideología, su problema es la falta de método para conducir una organización, que se confirma todas la semanas con salidas y reemplazos de funcionarios, sumado a las centenas de puestos sin cubrir.