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Asuntos internos

Por los historiadores del futuro

Hace muchos años, en 2001, entrevisté a Roger Chartier para la televisión. Solíamos entrevistar a los invitados en un estudio de la calle Córdoba (en cuyo baño una vez me encontré meando al lado de Luis Patti), pero con el caso de Chartier, dado que había venido a Buenos Aires para presentar un libro y dado que estaba apremiado por pedidos de entrevistas, nos desplazamos al hotel donde se alojaba, cerca de Plaza San Martín. Cuando llegamos, los encargados de la cámara y de las luces se pusieron a ajetrear disponiendo los reflectores del mejor modo, y yo, dado que estaba ahí junto a Chartier, me senté a una mesa y me puse a charlar con él. Me preguntó de qué íbamos a hablar, y yo le dije que, en consonancia con su libro, pretendía ahondar un poco en el momento en que las mujeres habían comenzado a leer y a socializar en el siglo XVIII, cosa que, había descubierto gracias a él, estaba en consonancia con el auge de la fabricación de licores, en un comienzo de exclusivo consumo femenino. La conversación avanzó por los meandros en que avanzan las conversaciones, sin rumbo fijo, a los saltos, y en determinado momento Chartier dijo alga a sí como: “Los historiadores del mañana van a estar en serios problemas cuando tomen conciencia de que carecen de material epistolar; hoy nadie imprime los mails que envía y recibe”. “Claro”, dije yo, al tomar conciencia de ese grave problema, “quedó demostrado que, después de todo, los correos eran simplemente empresas de transporte”, a lo que Chartier, señalándome con el índice, acotó: “Muy interesante eso”.

Lo extraño fue que apenas nos pusimos a charlar, él había sacado una hojita de papel del bolsillo y con un bolígrafo se había puesto a dibujar garabatos muy pequeños, uno al lado del otro, todos de forma rectangular: un rectángulo vacío, un rectángulo atravesado por su hipotenusa, un rectángulo sin su base, un triángulo, etc., ese tipo de garabatos que muchos seguimos haciendo cuando hablamos por teléfono o simplemente conversamos. El iluminador y el cameraman nos avisaron que todo estaba listo y tomamos asiento en el centro de la sala, nuevamente separados por una pequeña mesa. Pero Chartier desplegó la hojita de papel que había estado garabateando y me propuso: “¿Podemos rehacer la conversación que acabamos de tener?” Le dije que sí, pero preguntándome cómo haríamos para reproducirla entera, hasta que me di cuenta de que esos garabatos que Chartier había estado dibujando eran en realidad la transcripción taquigráfica de todo lo que habíamos estado hablando, de modo que como dos actores volvimos a repetir la conversación entera. Llegado un momento, Chartier volvió a decir: “Los historiadores del mañana van a estar en serios problemas cuando tomen conciencia de que carecen de material epistolar; hoy nadie imprime los mails que envía y recibe”. A lo que me vi obligado a replicar: “Claro, quedó demostrado que, después de todo, los correos eran simplemente empresas de transporte”, a lo que Chartier, una vez más, señalándome con el índice, volvió a acotar: “Muy interesante eso”.

Al terminar la entrevista le pregunté qué era ese sistema extraño y tan eficaz con el que había estado tomando nota de nuestra conversación un momento antes, y me dijo que era un sistema infalible que solo él y cuatro compañeros más de facultad conocían y seguían usando. Le dije que era necesario que lo transmitieran, dado que era tan bueno, pero haciendo un gesto de displicencia, alzando la mano y bajándola bruscamente, me dijo: “Es demasiado complicado”.

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No puedo, entonces, transmitir el sistema taquigráfico de Chartier, pero sí puedo recordar esa urgencia aludida por él: deberíamos volver a escribir cartas. Para felicidad de los historiadores del futuro.

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