COLUMNISTAS

Pínzel Áterfer y una solución definitiva para el eterno problema de los jubilados

En un futuro distópico, donde los jubilados se convierten en el blanco de un régimen despiadado, Pínzel Áterfer, a través de un sarcástico juego de palabras y situaciones extremas, refleja la crueldad de un sistema capitalista que despoja a los más vulnerables.

JUBILADOS
Jubilados | Télam

En una novela distópica de reciente aparición, aunque dar con ella resulta problemático porque la distribución mundial de la Editorial Adoctrinados fue dispar y azarosa y obliga, más que a preguntar en los ascéticos e impolutos espacios de los grandes grupos concentrados bajo la fachada de "librerías" respetables, como la Rural Society Lecturas, Pelottovelius's Books, Javy's The Plagium o la teutona Sturzenkastren der Bandit, a internarse en las oscuras cavernas y desvencijados cuchitriles de las "librerías de viejos", como fueron, en el ámbito porteño, las inolvidables El Castor Escatológico o La Perdiz que me Chupa, míticas de la calle Corrientes en los sesenta, cuando por ella se paseaba con su valijita de vendedor de chucherías o bombachas o sueños el Turco Asís, no todavía un escritor de fama ni un payaso de "rally" en un Fitito y sí el comunista que dejaría de ser, que "todo cambia, todo cambia", se oye a la Negra Sosa desde una disquería, cuando esa arteria era "la calle Corrientes", así, a secas, portal de la Revolución, y no una estúpida avenida macrista.

En esa Buenos Aires se leía, y por La Paz, el Ramos, La Giralda, Los Pinos, El Foro, Politeama y otros reductos cercanos al Lorraine donde se proyectaban filmes de Bergman o Antonioni, se cruzaban escritores de fuste y poetas más que prometedores. Hurgando, entonces, en "librerías de viejos", si queda alguna, no ya "de viejos", sino una puta librería, porque los viejos, de carne y hueso, son como libros jubilados, acaso se encuentre esa novela que, no sabemos por qué, nos trae nostalgias de Fahrenheit 451, la actualísima y quemante distopía de Bradbury.

Aumento en la jubilación mínima de Córdoba: ahora será de $310 mil

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Pues bien, en esta otra de que hablamos, su autor, Pínzel Áterfer, para algunos un finlandés; para otros un porteño por sus reiterados apuntes sobre Buenos Aires, pero, sin dudas, un seudónimo, nos plantea un mundo de "trolls", término nórdico, casualmente, que hace alusión a personas que concluyeron el secundario, pero su materia gris, chirle y putrefacta por años de barbarie, capitalismo e incultura, drena por albañales, y estos "trolls" se reúnen, vaya contradicción, por la tenebrosidad que los inviste, en un solaz campestre y señorial con un plantío de olivos cercano a un manto de agua, el Río de la Plata, que, por su extensión, se parece a un montón de lagos juntos, a semejanza, salvando las distancias, de dos lagos famosos que se forman en el río Havel, al sudoeste de Berlín, reuniones que repican a una especie de calco o Conferencia de Wannsee como aquélla que presidió Reinhard Heydrich secundado por Adolf Eichmann y de la que participaron importantes jerarcas, cuyo tema de discusión fue cómo implementar "la solución final" para "la cuestión judía". Áterfer, en su extrapolación, vuelve a esa solución, la final, pero ahora para "la cuestión jubilados".

El finlandés o porteño, viejo zorro, no elude las influencias de su ficción, o "real fiction", como él la denomina para disimular o confundir, con la aviesa intención de que nadie se confunda, porque su contexto es el de un estado de cosas que remite a George Orwell y su "1984", con diferencias que no son diferencias, ya que ese mundo, o "chiquero", como lo llama Áterfer y lo llena de puercos y puercas a los que les pone nombre humano tipo Berti o Lila como si insultara a los puercos, está regido no por el "Hermano Mayor", sino por la "Hermana Menor", a la que llaman "K", y agudos periodistas, en su programa de tevé "Hipercríticos x 3", a los que Áterfer llama Majol, Vialón y Feimón para que rimen, de inmediato lo refieren a Kafka, que siempre fue uno solo y llave para todo lo absurdo, ¡pero no!, y entonces lo refieren a Kirchner, que son dos, aunque no hermanos, sino un matrimonio, ¡pero tampoco! ¿Quién es "K", entonces?, y aquí, Áterfer toca uno de sus clímax porque, al no ser un hermano, sino dos, él o ella en un inquietante juego "trans", todo depende de dónde se lo mire: si a la luz, da un arlequín; si a la sombra, da una bruja. Es un Jano, no del Futuro, sino del Medioevo.

Eugenio Semino, sobre la canasta básica: “La vida del adulto mayor es insostenible”

Lo más desquiciante, por no decir desternillante, en la fantasía de Áterfer es que los jubilados, o la mayoría de ellos, porque también los hay rebeldes, ahí corren por sus páginas Robin Jubilado y sus Jubiladitos de Salmuera, que resisten a pañalazos, pantuflazos y hasta dentadurazos, de los postizos, a las fuerzas policialesdel régimen, la tristemente célebre Bullriacha u Offensichtliche Polizei (Policía Evidente), en correlación, nos hace pensar Áterfer, sin explicitarlo, a la Gestapo o Geheime Staatspolizei (Policía Secreta del Estado), lo votó, en otra prueba de que el pelo cano no hace al sabio, hace chicatos. "Siempre es tarde cuando se llora", sentenció el gran historiador romano Gayo Salustio Crispo o, menos enfática y más práctica, fue como se lo dijo al almacenero de su barrio una mamá del conurbano a quien no le alcanzaban las monedas para el sachet de leche de sus hijos: "El que se quema con leche, cuando ve la vaca llora".

El tema excluyente de ese cónclave en el universo aterferiano del Hermano Mayor y la Hermana Menor trasciende, empero, toda complejidad bisexual y apunta, como en Wannsee, al nudo primordial, que es cómo deshacerse de los jubilados y, tras ellos, de todo aquel que no produce, caso los niños, para ir deshaciéndose luego de los pobres, los enfermos, los discapacitados, los artistas y todo el que no sirva como siervo o lacayo, hasta que los robots produzcan el reemplazo completo, a la manera de ese poema de Brecht o adjudicado a Brecht que empieza con los versos "primero se llevaron a los jubilados, / pero a mí no me importó porque yo no era", continúa con los de otros que se van llevando después, de aquí y allá, y concluye con el definitorio "ahora me llevan a mí, pero ya es tarde".

Matar a los jubilados quitándoles todo lo que necesitan para vivir y enviar sus cuerpos en contenedores por una cinta transportadora a los campos de reciclado para convertirlos en abono fue la primera decisión consensuada, aunque, por boca del narrador y "alter ego", se aduce que algunos se resistieron por considerarlo un gasto demasiado oneroso, pero finalmente la moción prosperó por resultar más viable que construir hornos crematorios y el transporte en vagones de ganado, que obligaría a reacondicionar la red ferroviaria hecha mierda, y en la ficción de Áterfer todos se pusieron de pie e hicieron el saludo al grito de "Heil Menem!".

La UCR ratificó la suspensión de los diputados "peluca" que apoyaron el veto a la fórmula jubilatoria

Ya en la letra chica, hacerles inalcanzables los alimentos, privarlos de remedios gratuitos, quitar descuentos o pasarlos a "venta libre", reducir los porcentajes de las drogas activas o directamente suplantarlas por placebos, dificultar cualquier trámite para acceder a la medicación y, a la par que en lo material, destruirlos en lo espiritual, como que no puedan comprarles un regalito a sus nietos ni llevarlos a pasear a la plaza, por si les piden un chupetín o un globo, como el rojo, de Lamorisse, y ni que hablar un celular, y así sus nietos los desprecien como se debe despreciar todo lo viejo, empezando por Sófocles, Horacio, Dante, Bécquer, Borges, el Trío los Panchos, que ése es el orden natural de las cosas. Áterfer juega. No mata con armas, mata con palabras, las de verdad, no de vocero, y alcanza picos de sarcasmo: "Nosotros no seremos como el Che. Seremos como el Sha", y una estampida de "trolls" salta a Internet hechos unas cucarachas a ver de qué se trata ese nuevo "shampoo", "Sha", perfume a Persia.

Un crítico nipón, ante la traducción de Takemete Itakesaka, dijo de Áterfer: "Uno no sabe si habla de un mundo terrible, conformado por monstruos, o de un mundo esperpéntico, hecho de bufones", pero los japoneses, desde que el "yanquid-45", más nocivo que el "covid-19", les apestó la isla, dejaron de ser confiables como lo eran Akutagawa, Ozu, Kurosawa o Mishima. En el colmo de su cinismo, Áterfer titula su novela "Amanecer Javiario", no en alusión al partido filonazi griego "Amanecer Dorado", o eso nos hace creer para desviarnos la atención, porque se la dedica al "Ave Jota, la más exótica e idiota de las aves", describe, y a la que rebautiza "Ave Javiario".

Lo imposible de negar es su prodigio literario, al consumar una utopía dentro de una distopía. De ahí al Nobel de Literatura, no hay más que un paso, como pasó con ese que, adicionando "1" y "1" le dio "11" en vez de "2" y se ligó el Nobel de Economía. Como toda distopía, Áterfer la sitúa en el futuro, en un futuro lejanísimo, el del año 2024 del siglo XXI.

Encuesta: el 80% quiere mayor presupuesto estatal en jubilaciones, educación y salud pública

El libro de Áterfer no tiene moraleja. Es desolador, despiadado, y, en las retrospectivas de que se vale para mechar pasado con futuro, cae, de modo irremediable, siempre en este presente, para el que carece de piedad. Pensamos que, como no la tiene con la trama ni con sus criaturas, tampoco la tiene consigo mismo, y esto lo aventura el crítico nipón con quien, ahora, coincidimos a pleno, porque nos la contrapone a ese ejemplo irrefutable de piedad que es la novela de Michio Takeyama llevada al cine por Kon Ichikawa en la internacionalmente reconocida y aplaudida "El arpa birmana".

La conclusión de Áterfer, por lo contrario, ni siquiera es contraria, es la peor, porque es lo indefinible, lo que no se sabe, lo que vendrá que siempre puede ser más calamitoso de lo que se esperaba. Es que, en ese país indeterminado en que sitúa su trama, siempre gobernó el capitalismo, calzándose una máscara amable o calzándose una máscara nefasta, da la opción, pero la sabe falsa, sabe que no la hay, porque el capitalismo es uno solo y todo lo demás es justo eso, su máscara. Pero sabe también que, en ese país de su ficción, nunca gobernó el socialismo, porque socialdemocracia y progresismo no son el socialismo, sino nada más que un botiquín con aspirinas del capitalismo o, si se quiere, una posta de primeros auxilios.

Como no es tonto ni tramposo, también sabe que hubo un socialismo o algo que pretendió ser socialismo o algo que quiso llamarse así o mejor, el comunismo, que gobernó otra parte del planeta o la mitad de él, y duró menos de un siglo y dejó que desear, tanto por lo poco de bueno como por lo mucho de malo. Fue un intento, el primero, que, tras un comienzo promisorio, frustró, falseó, fracasó y hasta fingió que no estaba fracasando. Cometió errores, barbaridades injusticias, crímenes. Se llenó de burócratas, corruptos, delatores, mediocres. Sembró prohibiciones y quitó libertades. Censuró, reprimió, encarceló, deportó, fusiló. Coartó ánimos, amordazó artistas, mutiló vanguardias. Desencantó.

Amnistía Internacional invitó a los "87 héroes" de Milei a una cena de $781,80: "¿Vendrán?"

Nada distinto de lo que, en la otra mitad, hizo el capitalismo, y por siglos, con una diferencia: el socialismo había prometido un mundo justo, lo que el capitalismo no puede prometer. Está en el ADN de cada uno. Uno es el bien común, otro es el lucro individual. La horda guarecida en la cueva, o sea, "nosotros", se dice Áterfer en un párrafo perdido, "¿somos capaces de erigir ese mundo?". Tal vez sí, tal vez no. Áterfer no lo contesta, no puede contestarlo, no lo sabe y, si lo apuramos, nos dirá que no y que él solamente, como artista, puede dejar constancia de que se lo intentó y de que eso todavía está en juego, sin resolución a la vista.

Se siente, Áterfer, el hombre primitivo, cubierto apenas con su piel de mamut, mientras delante se tiende la sabana y a sus espaldas se alza la caverna. De su mano pende un hacha de sílex. Quizá masculle... nosotros, los lectores, no lo oímos, y él tampoco nos lo dice... que no se pasa del hombre viejo al hombre nuevo de la noche a la mañana, ni a la mujer nueva, ni a las niñitas nuevas ni a los niñitos nuevos. Se pasa del hombre viejo al menos viejo, al menos que más viejo, al algo viejo, al que es mitad viejo y mitad nuevo, al más nuevo que viejo, al menos viejo por más nuevo, al casi nuevo, al hombre nuevo. Pero también puede pasar que nunca pase, es más, se involucione desde el que osó ser nuevo al que era viejo y cada vez sea más viejo hasta volverse aquellos niños viejos y aquellas niñas viejas.

Acá, en la región de Wannsee, a la vera de la estructura del Congreso, bañada por las llamas temblorosas de las hogueras circundantes, Neanderthales y Homo sapiens discuten "la solución final" para los jubilados, en tanto, desde Plaza de Mayo, solo por el medio de la avenida dilatada y desierta, con pasos que parecen avanzar siempre en el mismo lugar, como en las pesadillas, viene hacia este recinto un ser humano que, en la penumbra, no se alcanza a divisar si es viejo o nuevo, mientras el Mileisium hominidem, la Karinhidra de Lerna, los Telquines francos, la Escila villarruelia, los Caputianes y Menemus clonados reptan por Entre Ríos y Callao hacia las escalinatas del Palacio, y el Ofiotauro trumps, reproducido en múltiples pantallas gigantes alrededor de la plaza que honra a los asambleístas del año XIII y a los congresistas de Tucumán, ríe bajo una bandera con barritas y estrellas. En la distopía de Áterfer todo está por acontecer. Tiene un final abierto.

RM CP