Nada me disgusta más que escribir la primera frase. Por suerte ese momento ya pasó. La frase no es mía, es de Guillermo Piro, creo que es el comienzo a un prólogo de algún libro traducido por él mismo y como la cito de memoria, es probable que no sea exactamente así, quizás haya algún matiz, alguna palabra de más o de menos; en cambio recuerdo con precisión cuál era la idea, cuál la intención: una ironía crítica sobre el fetichismo de la primera frase en la literatura.
Es curioso, pero los escritores convencionales, es decir, la inmensa mayoría de los escritores, usan metáforas policiales para definir la función de la primera frase: sirve para atrapar al lector, para tomarlo por el cuello, para no dejarlo escapar. Ese maltrato policial se usa sobre todo en el cuento clásico, tradición que ha dado grandes escritores en el siglo XIX y comienzos del XX, pero que hoy perdura, de manera degradada y banalizada, sometida al rigor de la ideología del cuento entendido como introducción-desarrollo-conclusión; ideología literaria que necesita que la primera frase sea sugestiva, inquietante, atrapante. Cuando leo esos cuentos, invariablemente pienso en esto: Lector, ¡escapáte! ¡No te dejes atrapar!
Si tuviera que mencionar mis tres cuentistas preferidas, diría: Cynthia Ozick, Grace Paley y Elisabeth Bishop (esta respuesta cambia de semana a semana). Bishop, más conocida como poeta, es también una gran narradora, todos sus cuentos son extraordinarios. Hay uno que se llama “En prisión” y comienza así: “Espero con impaciencia el día de mi encarcelamiento. Será entonces cuando mi vida, mi verdadera vida, dé comienzo”. Aquí el manual del cuento indica que debe terminar la frase. Se impone un punto y aparte, y entonces la frase generaría una sensación de inquietud, de ambivalencia. El lector sentiría deseo de saber cómo sigue el relato, quedaría enganchado. Pero Bishop opta por un simple punto seguido, un punto al que le sigue esta frase: “Tal como dice Nathaniel Hawthorne en ‘La oficina de información’: quiero mi sitio, mi propio sitio, mi verdadero sitio en el mundo, mi verdadero ámbito…” La frase de Hawthorne se extiende varias líneas más, y luego la propia Bishop agrega otras cinco o seis líneas, hasta que finalmente termina el primer párrafo. Luego de su lectura, ¿quedamos atrapados? No. ¿Fuimos pescados? Tampoco. ¿Quedamos detenidos? Mucho menos. Simplemente (¡Como si fuera simple!) fuimos invitados a una experiencia particular, a un tipo sutil de seducción, de actividad crítica: el momento en que el lenguaje desafía sus propias reglas, en que la forma se sale de su propia forma, se convierte en informe, deforme, malformado.
Como de tantas otras cosas, tengo una idea absolutamente pesimista de la literatura. O mejor dicho: absolutamente optimista. Me conformo con poco. Alcanza con una sola frase buena, en medio de una novela mala, para que esa novela me termine gustando. Ese tipo de experiencia está muy lejos de la primera frase utilitaria. La lengua de la economía, de la política, del fútbol, del periodismo, de la medicina es eficiente; usan frases que tienen una utilidad práctica, una función precisa, un contenido claro. ¿Por qué pedirle lo mismo a la literatura? ¿Es demasiado ingenuo suponer que la literatura puede hablar de otra manera, en otra lengua, sin ninguna otra finalidad?