El día se presenta espléndido. Barnizadas con el amanecer pavorreal las colinas que custodian la bahía en sus extremos, los turistas, apenas un puñado a esta altura del año, se disponen para el lagarteo. Al costado de un pequeño restaurante plantado en el centro del balneario, se destaca una palapa que exhibe la pesca fresca sobre la tabla: mero, róbalo, barracuda, marlín azul y dorado. El rechinar del cuero del pescado asado expone una viva relente de ajo, atenuada por soplidos de viento oceánico. Aunque intermitentes, las ráfagas acorralan contra un cerco la copa de una sombrilla hasta finalmente desflorarla.
El pellejo de agua se cuela como un rumor por la bahía. Más allá, los peces aleta que escupe el oleaje, pfff, producen un efecto hipnótico en los visitantes. Uno de los niños, que rato antes jugaba con cubos plásticos y arena en la orilla, ahora corre en dirección opuesta al mar hasta dar con el padre, que descansa, junto a su mujer y a su pequeña hija, en unas tumbonas de madera.
—Papá, queremos ir a pescar esos peces que saltan con mi amigo –el niño señala ahora el borde costero–. Así dispuestos los arbustos, en hilera, el padre cogotea hasta enfocar sobre el objeto.
—¿Ese de ahí? ¿Y dónde está el padre?
Abstraído el ritmo, amansado por los brotes de cielo ajedrezado, el corazón de Zihuatanejo es el muelle Paseo del Pescador, también llamado malecón, un simpático paseo peatonal arbolado que circunda la playa municipal entre el museo arqueológico y la pasarela de pesca.
Alejandro, de 7 años, había encontrado en la playa un compañero de juego, desconoce el nombre; un niño que no hablaba su idioma, aunque lo sabemos de memoria: los niños se comunican con el lenguaje de los niños.
—Ahí, ¿ves? Ese es el padre –el índice perfora el tejido hasta dar con una reposera sin rostro de la que se desprenden por uno de los lados unas piernas largas, entrelazadas. Al levantarse de la silla, el papá de Alejandro despeja todas sus dudas: el larguirucho es Julio Cortázar.
Los padres se encuentran a mitad de camino. Se saludan. Yo no sé pescar, y tampoco me gusta. Yo estoy en la misma. Bla. Pero los chicos quieren ir. Si me acompañás, sería bárbaro. Bla.
Desde el mar se obtienen unas vistas estupendas de la playa y el pequeño poblado. Para 1981, Zihuatanejo es acaso un balneario en vías de desarrollo. Un viejo hotel abandonado en uno de los extremos; algunos bungalows sembrados a la marchanta sobre las planicies de arena, un complejo de pequeños departamentos, y ya.
La salida de pesca resultó un fracaso para los adultos, toda una aventura para los críos: “Los chicos sacaron cuatro atuncitos chiquitos. Nosotros por suerte nada, porque son tremendos esos bichos, pesan más de cien kilos; podés estar todo el día para sacar uno. Son preciosos, verlos saltar… ¿pero pescarlos? No sé qué carajo tenía Hemingway en la cabeza”.
Ixtapa-Zihuatanejo es considerado uno de los mejores destinos en el mundo para la pesca deportiva. Sus aguas ostentan peces vela de hasta 130 kilogramos, y el promedio de éxito entre los pescadores es extraordinario. A menos de tres kilómetros de la costa se llega a una profundidad considerable, de modo que la acción llega rápido.