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Apuntes en viaje

Paseo

Dos titiriteros mueven unas marionetas de Gardel y Lepera en una esquina. Se inclinan sobre el friso y los hilos de los muñequitos se tensan y se aflojan al compás.

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| marta toledo

No me gusta el invierno, excepto los días como hoy, que está frío y el cielo azul, despejado, el sol alto y brillante. Un día peronista. Es domingo y paseamos por La Boca. No hacía este paseo, de turista, desde mis primeros tiempos en la ciudad, cuando no era una turista pero sí una recién venida. La Boca, San Telmo, avenida Corrientes. Caminito, el mercado, las librerías de saldo, según el paseo. Aquí las rabas en mesas con manteles de papel, el chop de Quilmes.

Ahora el Riachuelo parece limpio y no hay el olor de entonces. Hasta patos hay, unos negros con un pico que no parece de pato, corto y muy amarillo. Bromeamos que tal vez sean mutantes. Ahora (tal vez hace años, pero para mí es recién ahora), se abrieron algunos conventillos, hay locales, barcitos, se puede entrar y subir las escaleras, espiar las habitaciones de chapa. Un amigo se crio aquí, siempre cuenta la vez del incendio y de cuando su padre lo llevaba por los bares cantando tangos. Mi amigo, de vez en cuando, en alguna fiesta, vuelve a cantar tangos, lo hace muy bien aunque sus recuerdos sean dolorosos. Después de todo la culpa no era de la música, al contrario tal vez lo único bueno de aquellas épocas fuera la música.

Dos titiriteros mueven unas marionetas de Gardel y Lepera en una esquina. Se inclinan sobre el friso y los hilos de los muñequitos se tensan y se aflojan al compás, los dedos parecen tamborilear en el aire. Caminamos un rato. Recuerdo que antes no se podía andar más allá de esa cuadra “turística”, en cambio ahora el barrio se ha expandido en lugarcitos con mesas y parrillas que humean, en olor a chori y músicos callejeros… tango es lo que menos se oye, más bien bandas que hacen covers de rock nacional, de Papo. En una esquinita al lado de las vías, yendo para la cancha de Boca, unos tipos juegan al ajedrez sentados a una mesa de cemento. Toman vino. Detrás de ellos hay un altar enorme que alberga juntos, como es bastante usual, al Gauchito y a san La Muerte.  El piso está oscurecido por los restos de cera quemada.

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Llegamos al estadio, solo los socios pueden entrar y este no es el caso. Volvemos despacio,  pasamos frente a otro mural donde Perón y Evita visten shorts y camisetas de la Selección. En cada balcón que hay asoman Messis con la copa y la gente puede subir y sacarse fotos. Una estatua viviente del almirante Brown guiña el ojo a los caminantes. Se parece mucho al busto de la plazoleta, aunque su traje y maquillaje son color bronce. Comemos unos choripanes, de parados, mientras suena una de las banditas. El sol sigue brillando en lo alto.

Nunca salgo de mi casa los domingos, solo en las raras ocasiones, cada vez más raras y esporádicas, en que llega visita de la provincia. Esta vez es mi sobrino de dieciocho años; en otros tiempos fueron mi madre, mi hermana, mis otros sobrinos cuando eran niñitos, mi suegra…

Aunque hace casi veinticinco años que vivo en la ciudad, la conozco poco y nada. Algo de esa extranjería que defiendo como el resto de eses aspiradas que me queda, hace que siga sorprendiéndome con los que llegan por primera vez. ¿Te gusta la ciudad?, le pregunto a mi sobrino mientras la atravesamos en el auto, de regreso a casa, y la luz del día se hace más débil sobre los edificios. Es hermosa, me dice con una sonrisa enorme, tan enorme como Buenos Aires. Sí, es muy hermosa, le contesto y me emociona un poco como si yo también siguiera llegando recién todos estos años.