El hoy Premio Formentor de las Letras surgió en 1961 como Premio Internacional bajo la paradoja de que los primeros premiados, en forma simultánea, le dieron más prestigio al galardón que el reconocimiento que les ofrecía el mismo: Samuel Beckett por Trilogía (Malone muere, Molloy y El innombrable) y Jorge Luis Borges por Ficciones. De hecho, los actuales 50 mil euros que brinda son una formalidad a manera de incentivo simbólico porque aquellos premiados iniciales extienden su universalidad; desde 2011 reconoció, entre otros, a Carlos Fuentes, Roberto Calasso, Mircea Cartarescu, incluyendo a los argentinos Ricardo Piglia, Alberto Manguel y César Aira, y al casi argentino Witold Gombrowicz.
El acta del jurado que lo adjudica este año se difundió el jueves pasado, y es casi críptica, un gesto de renuncia por exceso de motivos: “Por la maestría con que ha rescatado la genealogía del pensamiento literario, por la destreza con que se sustrae a la banalidad textual y por haber resuelto las dimensiones más inesperadas de la escritura, el jurado declara Premio Formentor 2023 al escritor francés Pascal Quignard”. Siguiendo el mismo rastro podemos leer allí otra combinación: “genealogía de la escritura, pensamiento textual”, conceptos que sí encarna Quignard, quien, a los 74 años, también queda al borde del próximo Premio Nobel de Literatura.
Si hay algo misterioso en este escritor francés, es su obra en sí, algo que ilumina Miguel Morey en su nota del traductor a Pequeños tratados (Editorial Sexto Piso, 2016): “La de Quignard es una prosa de lector ante todo, surgida directamente de la puesta a prueba de sus lecturas: de ahí salen sus paisajes, sus argumentos, sus maneras y su saber, de la operación de leer. Leyéndolo, a menudo cuesta esfuerzo no suponer que trata de ofrecerle al lector páginas de pura lectura, de lectura pura, encadenadas –concediéndole a la palabra ‘pura’, como siempre ocurre en Quignard, el máximo de precisión, tanto en el sentido literario como en el conceptual–. En todo caso, no puede decirse que no sea didáctico al respecto: pacientemente conduce al lector en su aprendizaje de esa ‘pureza’ de la lectura (le explica, lo tienta, lo desafía, le entreabre sus secretos...), camina con él. En la antigüedad, era prosa la escritura que iba a pie, y no en carruajes y cabalgatas, como la poesía. Aquí, su prosa inventa un tempo (un andar, unos tiempos...) desconocido en la prosa meditativa, y sin embargo ese es en cierto modo su espacio, de ahí su insistencia en hacer que la lectura se vea como la experiencia absoluta que es: experiencia de la soledad y de lo que la soledad da a ver”.
Nació y vivió su infancia en Le Havre. Nieto del lingüista Charles Bruneau, su padre fue profesor de Literatura y escritor; su madre, docente. Como su hermano menor, también es violonchelista. La música y la lectura fueron los dos refugios de una infancia marcada por síntomas de autismo y anorexia. La formación universitaria en filosofía de Quignard ocurre en la Universidad de Nanterre, en plena ebullición del Mayo Francés, siendo condiscípulo de Daniel Cohn-Bendit. Allí estudia con Ricœur, Lyotard y Levinas; bajo la dirección de este último, inicia una tesis sobre el estatuto del lenguaje en el pensamiento de Henri Bergson. Pero es aquí donde ocurre su primera crisis: abandona la universidad y nuevamente se refugia en la música, también en la lectura. El espectro de una realidad insoportable para el intelectual se hace presente.
El derrotero lo ubica publicando un ensayo sobre Sacher-Masoch que lo lleva a publicar en la revista L’Éphémère, donde escribe Yves Bonnefoy. Su producción llama la atención de la editorial Gallimard, que lo incorpora como lector hacia 1976. Desde esta posición evoluciona profesionalmente hasta ser el segundo en la casa editorial, mientras publica innumerables ensayos y novelas. A comienzos de los 90 el reconocimiento de pares se acumula, es un intelectual en un lugar central, ya como fundador y director del Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles, y como guionista de su novela Todas las mañanas del mundo, llevada al cine por Alain Corneau en 1991.
Contradiciendo la imagen del intelectual francés consagrado, en 1994 renuncia a todo y se refugia a 100 km de París para continuar su obra literaria, y tres años después supera un infarto.
En una entrevista realizada por Octavi Martí y publicada en El País en 2008, reflexiona sobre sus motivos para tal cambio: “La sociedad tiende a comportarse de manera mafiosa. Mire, en el siglo XVII, un comerciante o un magistrado, cuando cumplía los 50 años, tenía derecho a consagrar el resto de su vida a Dios. Ahora la obsesión es mantener los vínculos sociales hasta el último minuto, entretener a los jubilados o hacerlos trabajar de nuevo. No te dejan escapar hacia una relación más vertical, como la que podían buscar los eremitas o quienes se refugiaban en un convento. Eso permite tener una mirada distinta sobre lo que es tener una vida plena, sobre lo que es la felicidad. Creo que una de las cosas más tristes, más siniestras, que le pueden ocurrir a uno es tener que simular alegría y felicidad todo el tiempo, como esas personas que viven de salir en la pequeña pantalla: me suicidaría si tuviese como oficio el ser feliz por obligación. ¡Qué suplicio!”.