Tengo con el historiador económico y escritor Albert Gerchunoff una desavenencia insalvable: es un acérrimo defensor del Cholo Simeone y del aberrante estilo futbolístico de sus equipos. No me importa que alguien sea de Boca cuando soy de River (a quien el Cholo contribuyó grandemente a mandar al descenso) pero sí que alguien profese un mal gusto deportivo semejante. Por eso no puedo evitar que todo lo que diga Gerchunoff me resulte en principio sospechoso. Esta desconfianza, sin embargo, se vio atenuada cuando hace unos meses leí El planisferio invertido, la biografía que Gerchunoff escribió de Alfonsín, un libro ameno e instructivo, aunque uno no coincida con todas sus conclusiones.
Algo parecido me ocurre con La única república verdadera (Argentina 1903-1930), un libro flamante que reconstruye los hechos políticos del período histórico que comenzó con la primera de las revoluciones yrigoyenistas, siguió con la Ley Sáenz Peña, las presidencias de Yrigoyen y Alvear y culminó en la inepta asonada militar del 6 de septiembre de 1930, que llevó a la presidencia al general José Félix Uriburu y que, como explica el autor, solo pudo triunfar gracias al desgaste de la figura del viejo caudillo incluso entre sus partidarios.
Aunque Gerchunoff no se ocupa de lo que ocurrió después, no escapan al lector las similitudes entre los sucesos de esos años, en particular la confrontación entre la causa populista de Yrigoyen y la coalición de conservadores, socialistas y radicales antipersonalistas que lo combatió largamente hasta hacerlo caer y otras formaciones políticas que se enfrentarían en años posteriores. Gerchunoff asume un punto de vista progresista, no exento de simpatía por Yrigoyen a quie le perdona sus abusos de poder y su mesianismo, aunque no deja de reconocer en Alvear su mayor respeto por las instituciones y una paradójica fidelidad a su mentor.
Pero no es mi intención discutir aquí con Gerchunoff en un terreno en el que su ventaja es absoluta. Como la mayoría de mis compatriotas, no sé nada de la historia argentina, especialmente la de las primeras décadas del siglo anterior, cuyos protagonistas, en el mejor de los casos, son apenas nombres de calles y avenidas porteñas. Al leer el libro, me di cuenta de que para alguien a quien esos nombres no se mencionaron durante su educación primaria ni secundaria, ni tampoco tuvo un contacto personal con el mundo de la política anterior a 1945 o a 1983, circular por la ciudad de Buenos Aires es casi como hacerlo en una capital extranjera, en la que los letreros urbanos están impresos en una lengua o hasta en un alfabeto diferente.
Siempre pensé que es malo andar por la vida sin conocer los conceptos más elementales de la matemática. La llamada anumericidad de los ciudadanos es causa frecuente de muchas de sus creencias y razonamientos defectuosos. Pero es probable que lo mismo valga para la ahistoricidad: que el pasado deje de ser un país extraño permitiría acaso que nuestras irreflexivas adhesiones e indignaciones tengan como referencia una dimensión suplementaria y que la chatura de la inmediatez no sea el único horizonte para enfrentarnos con un presente en el que nada de lo que ocurre carece de antecedentes. Hasta es posible que la textura de la historia nos vuelva menos tontos.