El desmoronamiento del otoño tiene tanta gracia como el enamoramiento primaveral. ¡O más! Las sacudidas de los fresnos que comenzaron esta semana, revoleando hojas amarillas por toda la ciudad, embellecen la sensación de la caída. Lo que se desprende logra hacerlo suavemente y a tiempo, iluminando el aire en su transcurso. No todo lo que cae es derrumbe.
Aproveché las ventiscas para contemplar las hojas doradas de estos generosos árboles porteños que ofrecen el espectáculo de su paulatina desnudez. ¡Y con tantas tonalidades! Desde el anaranjado hasta la estridencia de un amarillo flúor. De golpe pensé: ¿acaso no escribí el año pasado en este mismo espacio una columna dedicada a los fresnos? ¿Cada vez es tan diferente? ¿Cómo hacen los árboles para renovarse todas las estaciones? El lento aprendizaje del mundo vegetal rara vez nos alcanza.
La vivencia humana suele ser paradojal, extrañamente plena de un solo lado. Al tiempo que veo el otoño manifestarse con su paleta de ocres y las inminentes mariposas vegetales que preparan su vuelo en los Ginkgo, compruebo que la belleza del instante mitiga la todavía incómoda existencia del ser humano en la Tierra. No sabemos estar ni coexistir amablemente.
Ya pronto se vienen los fríos. Y no me refiero solo a cuestiones climáticas. El frío social; frazadas para pocos, soledad de muchos. Devaluación de los ánimos y del bolsillo; la solidaridad empobrecida, ideales que se vuelven cálculos en lugar de ilusión; pantallas que suplen cielos; teclados que anulan pasos.
Por eso me sorprenden las hojas amarillas de los fresnos, como si nos advirtieran tenuemente de nuestra propia inermidad.
