La otra tarde pasé un buen rato (bueno por su duración; si es por calidad, he tenido ratos mejores) siguiendo en las redes un debate más o menos álgido sobre un tema que sin duda nos compete a todos: la Tierra. No si es preciso preservarla, como alegan algunos, o si, como planean otros, es posible reventarla para después fugarse a Marte. No era un debate ecológico, sino formal: estricta discusión de formas. Si es esférica o si es plana.
El debate lo inició uno que afirmaba que plana. Su argumento principal (al menos el que más repetía) era de orden empírico: ¿cómo es que el agua, algo tan blando y tan flojo como el agua, en caso de ser redonda la Tierra, no se derrama y se cae? Este defensor de lo plano mostraba estar bastante al tanto del asunto de la gravedad, pero no le resultaba una razón convincente. El agua es mucha, demasiada. En las curvas caería, por mucha gravedad que le pongan.
La polémica se encendió al instante, gracias a la libertad de expresión. Unos alegaban que redonda, otros porfiaban que plana. Los primeros apelaban mayormente al respaldo de la ciencia, fuera física o astronómica, aunque alguno que otro prefería creerles a sus propios ojos y sostenía que con claridad podía verse que, en el horizonte, la Tierra dobla (dobla como el Pasaje Discépolo, dobla como la curva de Ascari, doble como no dobla la pelota en Bolivia, que no por nada es el Altiplano). Pero toda esta confianza en la ciencia, la de los esfericistas, flaqueaba al toparse en los planicistas con una confianza mayor, más rotunda, invulnerable: la confianza en ellos mismos.
Lo que parece sostener esta confianza (sostenerla y darle impulso) es cierta satisfacción especial que proviene de ser suspicaces, en medio de la candidez general. Están los crédulos, que caen ingenuamente en trampas de esta índole y son la gran mayoría, y están los pillos que se avivan y no pisan el palito. Esta astucia los complace tan fuertemente, que por nada del mundo van a moverse de ahí. Están listos a rechazar la superioridad moral de los que se creen mejores por haber leído un libro, o a mostrar hacia los ilusos la ufana condescendencia de una ceja levantada. Pertenecen al círculo selecto de los que no se dejan engañar.
El postulador de la Tierra plana recibió, no sólo adhesiones y objeciones, sino también desafíos del tipo: “¿Cómo explicás que…?”, y luego alguna consideración sobre el sol que sale o se pone, etc. Las respuestas, relajadísimas, eran suaves y estimulantes: invitaban a la inquietud personal, a una especie de autoayuda del saber o emprendedurismo en la ciencia, vale decir, con otras palabras, a averiguarlo por sí mismo. Cada cual ha de seguir en esto su propio recorrido: a uno le interesó la Tierra, y elaboró su parecer de que es plana; si al otro le interesa el sol, si sube o si baja o se queda siempre en el molde, pues tendrá que hacer su camino personal al respecto.
Sarmientino como soy, con reparos pero con convicción, tiendo a mantener la confianza en los alcances de la educación. No bajo una oposición con el autodidactismo (basta con pensar en Sarmiento para advertir que no hace falta oponerlos), sino a partir de la manera de relacionarse con el saber. Por un lado, una manera (que la enseñanza formal y el autodidactismo pueden compartir perfectamente) que se basa en el reconocimiento de ciertos saberes establecidos y en los criterios validados para su establecimiento (lo que no excluye para nada el asumir perspectivas críticas); por otro lado, una manera que supone que el saber empieza cuando uno llega, enaltece el “para mí” y suple la formación con un elige-tu-propia-aventura.
No es seguro, sin embargo, que hoy por hoy la labor educativa funcione como es preciso. Despreciada como está, en lo material y en lo simbólico, se van forjando las condiciones para que, envanecidos y autosuficientes, haya quienes quieran jactarse de no dejarse adoctrinar por redondeces. Abroquelados en la planicie, ya no dejarán que les metan cosas raras en la cabeza.
Agradezco en cierto modo el rato que dediqué a este debate puntual en las redes. Porque buenamente me distrajo del debate sobre Hitler: si era nazi o comunista, de derecha o de izquierda. Debate en el que intervino incluso el Estado Nacional, abocado a su batalla embrutecedora a la que, tal vez por ironía, denomina cultural.