Hoy a las 16, en el Museo del Cine de Buenos Aires, se proyectará La Navidad de los insectos, de Wladyslaw Starewicz, a quien no vacilo en calificar, a riesgo de sonar exagerada, como uno de los artistas rusos más importantes del siglo XX. Pionero en la técnica del stop-motion, fue alabado por directores muy originales como Terry Gilliam y, podría decirse, copiado por Tim Burton, aunque ninguno alcanzó sus alturas. Hizo más de cien películas en Rusia y Francia, país al que emigró en 1920, marcadas por su oficio de entomólogo.
Se inició en el stop-motion con la intención de registrar la vida de los insectos, algo imposible de hacer en vivo con los medios de su época, pero el documentalismo cedió el lugar a la ficción para niños. Sus personajes, realizados a partir de esqueletos de pájaros, bichitos disecados y marionetas de animales antropomórficos cubiertas por pieles auténticas se mueven en universos fantásticos, fruto de una imaginación que algunos críticos juzgan como desbordada. Interesado en las fábulas y los cuentos con moralejas, versionó a La Fontaine, al tiempo que escribió sus propias historias, que, a veces, incluían la actuación de su hijita, rodeada de esas magníficas criaturas animadas.
Cuando la estandarización digital de la industria de la animación parece haber avanzado hasta un punto de no retorno, el trabajo de Starewicz se hace todavía más extraordinario por su factura artesanal y por la singularidad narrativa y visual de lo que cuenta. Ver La Navidad de los insectos puede ser, aun sin conocer a su autor, el mejor regalo para estas fechas.