El 23 de diciembre de 1951, a las tres de la tarde, Papá Noel fue colgado en la plaza de la catedral de Saint-Bénigne, en Dijon. La ejecución tuvo todos los ribetes similares a los de la Santa Inquisición, pero esta vez los ejecutores de la pena no eran eclesiásticos mortuorios y mortíferos, sino niños: 250 niños de la parroquia, con el consentimiento del clero, colgaron y quemaron un muñeco que representaba a Papá Noel, de 2,50 metros de alto. El fin era castigar al “usurpador y herético” por haber “paganizado la fiesta de Navidad, después de haberse introducido en ella como un parásito” (así decía la nota publicada al día siguiente en el diario France Soir). La nota decía también que el móvil era el hecho de que en todas las escuelas públicas su figura había reemplazado al pesebre. Al finalizar la ceremonia, los justicieros dieron a conocer un comunicado: “Papá Noel ha sido sacrificado en holocausto. Su mentira no despierta en los niños ningún sentimiento religioso y no puede considerarse en ningún caso educativa. Para nosotros, cristianos, la fiesta de Navidad es y debe seguir siendo el aniversario que celebra el nacimiento del Salvador”.
Pero a las 18 del día siguiente Papá Noel recusitó. Siempre France Soir anunciaba: “Con un comunicado oficial, Papá Noel ha convocado, como todos los años, a los niños de Dijon, en la Place de la Libération, donde hablará desde el techo del municipio a la luz de los reflectores”. El diario no da cuenta del texto de ese comunicado, como tampoco da cuenta Claude Lévi-Strauss, que se refiere a esa historia en un largo artículo publicado al año siguiente en Les Temps Modernes (el texto, con el título “El suplicio de Papá Noel”, aparece en Todos somos caníbales, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2014). La resurrección de Papá Noel debe de haber aterrorizado a los niños de Dijon, que además de ver al usurpador desplazar al niño Jesús tuvieron que asistir a una segunda usurpación: la del milagro de la resurrección.
Lo extraño es que ese reclamo a los orígenes y al auténtico espíritu de la fiesta navideña ignora el hecho de que en realidad la figura del niño Jesús surgió de fiestas más antiguas, y que en realidad la idea de un niño que ve la luz en un establo es más usurpadora que la del viejo que trae regalos. El primer pesebre fue puesto en escena en 1223 en Greccio, una pequeña localidad en la provincia de Rieti, en Italia, por Francisco de Asís, que acababa de volver de Tierra Santa. Para combatir el culto católico de San Nicolás, Martín Lutero inventó el Christkind, muy difundido en el sur de Alemania y en otros países de Europa oriental. Incluso lo del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Jesús es un invento: al parecer esa fecha fue elegida en el siglo IV para que ocupara el lugar del Dies Natalis Solis Invicti, la antigua fiesta romana ligada al renacimiento del sol, luego del solsticio de invierno, que duraba una semana y que concluía, justamente, el 25 de diciembre.
Según Lévi-Strauss, en la fiesta de Navidad sobrevive clandestinamente un ritual de muerte: un rito simbólico para aplacar a los muertos gracias a los regalos de los vivos. Para Lévi-Strauss, Papá Noel es un dios, vestido de rojo, como los reyes: “La única diferencia entre Papá Noel y una divinidad auténtica es que los adultos no creen en él, aunque animan a sus propios hijos a tener fe y alimentan su leyenda con gran número de mistificaciones”. Es cierto: Papá Noel es el único dios en el que los iniciados no creen. Su propia conformación es compleja, creada a través de retazos de personajes distintos, San Nicolás, el culto nórdico de Myra y Odín, los Yule Lads islandeses, Santa Lucía y la Befana, los sacerdotes de Myra, Saturno, el devorador de niños, Julebox, el demonio cornudo escandinavo y hasta la Coca-Cola, que cambió la típica vestimenta verde por una roja. Papá Noel es una especie de Frankenstein, fabricado trabajosamente a través de los siglos.