A fines de los años 60 Walter Mischel, un psicólogo de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento intrigante: reunió a un grupo de niños de cuatro años y le ofreció a cada uno un caramelo, proponiéndoles la siguiente disyuntiva: podrían comérselo enseguida, o resistir la tentación de comérselo durante quince minutos, luego de lo cual obtendrían dos caramelos. Los resultados mostraron una notable incapacidad para renunciar a una recompensa inmediata en vez de una gratificación mayor en el futuro (en edad prescolar, al menos). Pero el experimento sirvió a Mischel para deducir muchas cosas acerca del comportamiento humano y ciertas competencias cognitivas generales.
Sin duda el autocontrol es una cualidad. Hasta en el comportamiento canino se considera una virtud y un signo de inteligencia. En los seres humanos, el autocontrol puede ahorrarle a una determinada comunidad muchos inconvenientes que por lo general provienen de elecciones egoístas e individualistas. Pero ponerle freno a un impulso determinado para obtener una ventaja futura para sí mismo o para la propia comunidad es una cosa, y hacerlo para garantizarle una ventaja a una persona o a un grupo de personas distantes es otra. Personas desconocidas, de las que ni siquiera conocemos su nombre, sus hábitos, sus preferencias o sus virtudes: solo sabemos que necesitan ayuda.
La sensibilidad y la atención hacia generaciones futuras es un tema tratado por la filosofía moral, de la que se ocuparon autores como Hans Jonas y John Rawls, y se considera una acción indispensable a la hora de adecuar respuestas colectivas al cambio climático, por ejemplo. Matthew Coleman y David DeSteno, dos psicólogos de la Universidad Northeastern de Boston, publicaron hace poco un artículo en la revista Emotion, de la American Psychological Association, donde concluyeron que la empatía hacia las generaciones futuras es menor respecto a las generaciones presentes.
Muchas personas priorizan el presente, y esto se debe, según Coleman y DeSteno, a la dificultad de sentir empatía por el futuro. Y eso hablando simplemente de sí mismos: la gente hace menos ejercicio del que debería y, en el caso de que pudieran, no ahorran el dinero suficiente para cuando sean viejos. Ahora bien, pensar no en uno mismo sino en las generaciones futuras requiere un paso más. Es el equivalente al experimento del caramelo de Mischel: la gratificación prevista por el autocontrol de los impulsos incluye no solo ya un tiempo que no es el presente, sino personas que todavía no existen. Para superar eso hace falta oponerse a lo que Coleman y DeSteno llaman la tendencia psicológica a distinguir emotivamente el sufrimiento del presente del sufrimiento del futuro. Otra característica, pero que se conoce desde hace tiempo, es que la empatía experimentada hacia individuos particulares y hacia grupos humanos indefinidos y generales es diferente. La empatía suele ser mayor en el primer caso: es más simple imaginar individuos aislados que grupos de individuos. Sin contar con que preferimos ayudar a personas que conocemos y que se nos parecen, y no a personas que no conocemos y que consideramos diferentes a nosotros.
Coleman y DeSteno llevaron a cabo un estudio con 2.448 personas para analizar la posible influencia de la menor empatía hacia personas y situaciones futuras y hacia personas y situaciones presentes. A los participantes se les describió el trabajo de una organización que se ocupa de mitigar los efectos del cambio climático, la Clean Air Task Force. A una parte de esas personas se les dijo que la organización trabajaba para las personas del presente, y a otra para las que vivirán en el planeta dentro de 200 años. Los del segundo grupo hicieron menos donaciones que los del primero. Al parecer, la empatía hacia las personas que vivirán en el futuro está estrechamente ligada a la capacidad de imaginar detallada y vívidamente los sufrimientos de los otros. Cosa que hasta los perros hacen.