Se me cayó el celular de la forma más estúpida. Su pantalla estalló en cien mil pequeñas partes que quedaron unidas bajo del protector de hidrogel. La misma semana en que dejé el trabajo formal después de catorce años de administración pública y otros catorce de actividad privada: celular roto. Neurótica de manual. Inconsciente o no, me quedé sin el teléfono con el que iban a entrarme nuevos trabajos. Mis vacaciones obligadas, chochas. Anduve días con esa especie de puzzle transparente sobre la pantalla, esquivando rayas para leer. El periplo duró todo el tiempo que tardé en decidirme a repararlo. Antes, tuve que recurrir a Byung Chul Han. “Lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época [...] Lo pulido no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia”. ¿Quiero abonar al mundo bobo de la comodidad y la apariencia idílica de lo sano? La sociedad de lo pulido es contraria a la insensatez de elegir los cardos rústicos del campo, el barro, los pinches, las manos ásperas, el agua caliente que nunca llega a la canilla en su interminable recorrido por los caños helados, o el zumbido incansables de las moscas lidiando por ocupar nuestro espacio o andar sobre nuestra comida. Lo roto no pertenece a la sociedad de lo bello y repele todo acto de esfuerzo o negatividad. Han me hace pensar y me empuja a la reparación, a extender la vida material de los objetos que conviven conmigo. De alguna manera, también me recuerda a mi hermana Vero repitiendo las tres R: reducir, reciclar, reutilizar. Oponerme a lo nuevo es un modo filosófico de pararme en otro lado y resistir las invitaciones banales de esta época hueva y siempre bien peinada.