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Navidades rusas

16-4-2023-Logo Perfil
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Cuando yo era chico, en casa no festejaban Navidad. De hecho, ese día nos íbamos a dormir temprano después de una cena frugal. Había dos razones para abstenerse de alegría en la gran fiesta cristiana. Por un lado, nosotros no lo éramos: mis padres vivían con mis abuelos maternos, que era judíos rusos y no veían qué razón había para celebrar la llegada de un falso mesías adorado por una rama herética de su religión.

Pero mis abuelos no solo eran judíos sino simpatizantes comunistas. Habían llegado antes de la revolución del 17 que terminó prohibiendo la Navidad en tiempos de Stalin, y Stalin aún vivía cuando yo nací. No sé si esto agrega algún condimento al asunto, pero la Navidad en Rusia se celebra el 7 de enero (aunque es el 25 de diciembre en el calendario juliano) y el 7 de enero (en el calendario gregoriano) es el día de mi cumpleaños. Del lado paterno, mis abuelos eran vascos, pero también eran socialistas. En realidad, el socialista era mi abuelo (mi abuela acataba a regañadientes y bautizó a mi tía a escondidas), y su ateísmo era más firme que el de los comunistas: una Navidad me retó porque lo saludé diciendo “buen día” y no “buenos días”.

Si mi infancia transcurrió huérfana de Navidad, ahora la celebramos con Flavia porque sus abuelos, que también eran comunistas, decidieron plegarse a la celebración de sus vecinos en el Bajo Flores. Los judíos de la rama materna de mi mujer estaban más acriollados que los míos y nunca se opusieron al arbolito ni al pan dulce.

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Quiso la casualidad que en estos días me pusiera a leer un libro bastante curioso que se llama Jóvenes héroes de la Unión Soviética. El autor, Alex Halberstadt, es un ruso que nació en 1970 y emigró a Estados Unidos a los diez años. La infancia de Halberstadt fue complicada y el resto de su vida también, pero por otras razones. Su abuelo paterno, Vasily, era agente de la KGB y, al parecer, fue guardaespaldas de Stalin (así como espía, torturador y asesino). Su abuela era una modista exitosa que vestía a las damas de la nomenklatura. Gracias a ellos y sus privilegios, el niño Halberstadt tuvo en la URSS una existencia poco común: se acostumbró a comer caviar y fruta fresca, así como a vestirse con elegancia. Pero su padre dejó de hablarle al abuelo y se casó con una judía lituana, que pudo escapar a la purga comunista y al exterminio nazi (aunque allí los alemanes se dedicaron a supervisar cómo los judíos eran asesinados por sus compatriotas).

En 1980, Halberstadt, su madre y sus abuelos maternos se exiliaron en EE.UU. El libro baja la temperatura porque el autor se dedica a contar su propia vida, que no fue demasiado interesante. Tampoco logra aclarar por qué su padre se separó de su madre, por qué no escapó de la URSS, ni qué hizo exactamente de su tenebroso abuelo. De todos modos, me quedó una frase de su vida de inmigrante: cuando sus familiares y amigos le sugerían que se mudaran a Brighton Beach, un barrio de Queens habitado por judíos rusos, la madre les dijo que no habían venido a EE.UU. para hablar ruso. Casi las mismas palabras le dijo mi abuela a mi abuelo: “No me lleves a vivir al gueto”. Así fue como huyeron del Once y se mudaron a una pensión en la calle Caxaraville, donde unos napolitanos les enseñaron un dialecto al que mis abuelos confundírían siempre con el español.