COLUMNISTAS
Grieta

Nadie tiene toda la razón

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Referente. “Un ejemplo de privilegiar el respeto y el diálogo es el de Nelson Mandela”. | AFP

Recurrentemente la palabra grieta surge en las opiniones de distintos sectores y medios de nuestro país. Es una expresión coloquial que significa la extrema polarización política que consiste en una división maniquea: peronismo versus antiperonismo. En mi opinión, surgió durante el segundo mandato constitucional del presidente Perón y se institucionalizó el 16 de junio de 1955. Ese día, aviones de la Aviación Naval y de la Fuerza Aérea bombardearon a civiles indefensos en la Plaza de Mayo y sus alrededores, dejando un saldo de más de trescientos muertos y mil heridos. Los efectos los aprecié personalmente. Así lo define, el historiador estadounidense Robert Potash: “Tal era el odio y la cólera de los enemigos de Perón, tal su ansiedad de ver su caída, que estaban dispuestos a herir y matar a inocentes con ese propósito” (El Ejército y la política en la Argentina, 1945-1962, Pág. 260).

El odio y el rencor de entonces –con altibajos– llega a nuestros días, y gran parte de la dirigencia política ha ignorado que la fuerza, entre otras cosas, necesita del respeto al adversario y del diálogo. El poder necesita algo más. El disenso no debería dividirnos, sino enriquecernos mutuamente. Ello contribuiría a lograr lo que en 1967 el papa Pablo Vl dijo en su célebre Encíclica Populorum Progressio: “El desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.

En latín respetus (respeto) significa atención, consideración o deferencia. Aparentemente el más básico de los elementos constitutivos del ser humano en relación, y por lo tanto en su condición de ser moral, es el respeto. La esencia de la moralidad o si se quiere de la relación interhumana está, como desde Kant lo pregonan muchos filósofos, en el respeto del otro; y nos exige como mínimo, una actitud intelectual o racional del otro como ser humano. Para Kant es precisamente el respeto lo opuesto al desprecio: “Despreciar a otros, es decir, negarles el respeto que se debe al hombre en general, es en cualquier circunstancia contrario al deber”. Jean Piaget, concluyó que “toda moral consiste en un sistema de reglas y la esencia de cualquier moralidad hay que buscarla en el respeto que el individuo adquiere hacia esas reglas”.

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Diálogo literalmente en griego significa día = a través + logos = palabra. Nos remite a la antigua Grecia (siglo lV a.C.), a los diálogos socráticos de Platón como género literario. Para Aristóteles era el modo en que los ideales, las leyes y las costumbres se interrelacionan en los casos reales. En el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau en uno de sus diálogos de inspiración platónica, dijo: “El pueblo, como soberano, debe llevar a cabo una deliberación pública, que ponga a todos los ciudadanos asociados en un plano de igualdad, en la cual el cuerpo no puede decidir nada que atente contra los intereses legítimos de cada uno”. Varios países han evidenciado en el siglo pasado y en el actual que el diálogo moviliza positivamente intenciones, deseos y emociones. En la concepción de Julián Marías: “La primera condición para el diálogo es ponerse de acuerdo acerca de aquello de que se hable, que ello sea inteligible, que las partes estén dispuestas a admitir la evidencia, aunque sea descubierta y propuesta por el otro, en el marco de la veracidad y la coherencia”. De otro modo, el diálogo se convierte en profanación. Lo que es inaceptable es que una parte sustente sus argumentos en desmedro de la dignidad de la otra, o de la realidad misma.

Lo básico en el diálogo es dejar de lado los insultos, el enfado y los rostros agrios, ceñudos, incapaces de sonreír. También la vanidad, la soberbia agresiva y la mentira. Pueden decirse las cosas y argumentar posiciones de palabra o por escrito con mucha fuerza pero con gracia, con respeto y dispuestos a aceptar el enriquecedor disenso. No es necesario estar de acuerdo, se puede discrepar enérgicamente pero sin romper la concordia que no es unanimidad, ni siquiera acuerdo, sino la firme decisión de convivir y no solo existir juntos.

Nuestra sociedad desde hace siete décadas evidencia brotes políticos e ideológicos de irrespeto, intolerancia, violencia y descalificaciones, con un gran ausente: el diálogo. El resultado en todos los casos afecta también cualquier intento de reconciliación. Si el diálogo nos facilita el consenso, aunque mínimo, contribuirá eficazmente a respetarnos, con la honesta aspiración de contemporizar y no de imponer nuestra hegemonía. Recuerdo que en 1987 el papa Juan Pablo II, en la Jornada Mundial de la Paz condenó: “Las ideologías que predican el odio o la desconfianza, y los sistemas que erigen barreras artificiales”.

Un ejemplo de privilegiar el respeto y el diálogo es el de Nelson Mandela, sudafricano, negro y prisionero político en la racista Sudáfrica que no se dejó destruir por la cárcel, cuya celda conocí en Robben Island (Ciudad del Cabo). Su testimonio nos dice que para poder generar una reconciliación a nivel social, cultural o político, es necesario ante todo vivir una conversión humana, profunda y espiritual.

*ExJefe del Ejército Argentino. Veterano de la Guerra de Malvinas.