Se cansó de insultar y deshumanizar a los críticos asociándolos con animales (ratas, cucarachas, reptiles) y enfermedades (cáncer, virus), pero con el tiempo se lo empezó a naturalizar. Un día emprendió el duro ajuste sobre los jubilados y las universidades, pero la conmoción no fue tan grande. En la CPAC de Buenos Aires, se declaró en contra del diálogo e instó públicamente a la formación de milicias armadas al estilo de la antigua Grecia, y el auditorio aplaudió. Otro día anunció la salida de la Argentina de la OMS, pero las preocupantes advertencias de los especialistas no inmutaron a la opinión pública. En Davos, asoció a los homosexuales con la pedofilia y a los inmigrantes con hordas de delincuentes, y durante unos días se produjeron algunas manifestaciones “antifascistas”. Aseguró que “la paz hizo débil a Occidente” y que iría “a buscar a los zurdos hijos de puta hasta el último rincón del planeta”, pero esos días los mercados apuntaban hacia arriba y no hubo demasiado espacio para otras noticias. Casi sin llamar la atención, asoció a la democracia con una “dictadura de las mayorías” y sugirió la idea de un voto calificado. Después, lo de siempre: unas semanas se enfureció con los artistas populares; otras con los economistas y, entre unos y otros, atacó a los medios y periodistas más críticos. Que tampoco son tantos.
Desde que asumió, Javier Milei realiza un ejercicio explosivo y autoritario de la presidencia. Difícil que pasen días sin que genere un evento de esos que, en cualquier otro pasaje de la historia, hubieran conmocionado a la opinión pública y paralizado al país.
Sin embargo, cada uno de esos episodios que prometía un escándalo sin retorno se terminó convirtiendo en un hecho sin mayor impacto en su imagen personal o de gestión. Es lo que señalaban las encuestas: mitad de la población lo apoyaba; mitad, no.
Por eso, la pregunta que durante estos meses venía sobrevolando al círculo rojo era: ¿por qué no le entran las balas? ¿Milei es de teflón?
De mal en peor. Hasta que el viernes 14 de febrero, por la noche, en su cuenta de X, el Presidente promocionó una criptomoneda desconocida llamada $Libra. En minutos, su cotización pasó de cero a casi cinco dólares para volver, pocas horas después y ya estallado el escándalo, a valer casi cero.
En el medio, hubo miles de inversores que se quedaron sin nada.
Ese fin de semana y en los días siguientes, algunos empezaron a responder a aquellas preguntas suponiendo que, esta vez sí, a Milei le había entrado la bala del escarnio. A la escandalosa promoción de un negocio que él mismo luego calificaría de “casino” le siguió la sospecha de corrupción.
Con el paso de las horas, todo empeoraría.
Se recordaron otras oportunidades en las que Milei, antes de ser presidente, había promocionado estafas estilo “ponzi”, reconociendo haber cobrado por ello; y testimonios que sostenían que la hermana cotizaba los pedidos de reuniones con su hermano.
El lunes 17, Milei salió a aclarar en una entrevista con Jonatan Viale y oscureció más: confesó que este emprendimiento cripto era como un casino en el que la gente debía saber a lo que se arriesga, pero también dijo que lo promocionó para “fondear a pequeñas empresas y emprendimientos argentinos”. Al final, argumentó que no había tuiteado como presidente, sino como ciudadano.
Y empeoró un poco más cuando se difundió la entrevista completa, sin editar. Allí se vio cómo Milei comenzó a trastabillar (justo cuando estaba intentando justificar que actuó como ciudadano común) diciendo que quien llevaría su defensa era el ministro de Justicia, y Santiago Caputo irrumpió para cortar la nota y asesorarlo. Mientras que Viale miraba sorprendido y aceptaba volver a filmar la escena. Haciendo de cuenta de que lo que el Presidente le había dicho, en realidad, no había existido.
Nada podía ser peor. Comenzaron las demandas aquí y en los Estados Unidos; pedidos de juicio político o, cuanto menos, la formación de una comisión investigadora; y periodistas y medios oficialistas que repentinamente se comenzaban a despegar del Gobierno bajo la sospecha de que, ahora sí, le había entrado una primera y dañina bala.
¿Habrá sido así?
El apoyo a Milei. La pregunta es por qué debería herirlo este escándalo, si hasta ahora no le había hecho mella la suma de los escándalos anteriores.
Es cierto que la decena de encuestas realizadas post-criptogate mostraron un generalizado rechazo a lo que hizo y al rol de su hermana, junto con la creencia mayoritaria de que hubo algún tipo de corrupción. Incluso, en las redes sociales en las que la militancia libertaria es más intensa, el rechazo alcanzó el 70%.
Pero en cuanto a la imagen presidencial, si bien se marca una caída, aún se acercaría al 50%.
Una primera explicación es que el desgaste que puede sufrir la gestión y la imagen de un mandatario es acumulativo. Un nuevo escándalo se suma al anterior y el siguiente a este, y es la acumulación de errores y horrores la que lo afectará. Hasta que, si los errores y horrores continúan, la imagen presidencial terminará horadada y perderá fuerza electoral.
Es cierto, pero no creo que la secuencia sea esa.
Creo que la razón de fondo por la cual Milei conserva, pese a todo, el apoyo de una buena parte de la sociedad es que es esa parte a la que aún no le entran las balas del desgaste.
Son sectores que conforman el 56% que lo votó (el 30% núcleo duro más el 26% del balotaje) y que aún cree, o necesita creer, que votó bien. Que Milei está a tiempo de ser un presidente que mejorará la vida de los argentinos. O, al menos, la vida de aquellos que lo votaron.
Entonces, la pregunta correcta no sería por qué no les entran las balas a Milei ni a los opositores que esta semana lo siguieron sosteniendo en el Congreso. La pregunta es por qué no les entran las balas a los sectores a los que todos ellos representan.
Una hipótesis es que esos sectores eligieron a Milei para que los representara en dos objetivos fundamentales: para que no ganara el peronismo y para que disminuyera la inflación a cualquier costo. Hoy, el peronismo está en la oposición y la inflación ronda el 2% mensual.
Es probable que muchos de los que lo votaron sufran las consecuencias de un ajuste tan duro, puedan dudar de la estabilidad emocional del jefe de Estado, les disgusten sus formas antidemocráticas o, desde ahora, sospechen de la honestidad de los hermanos. Pero, por el momento, eligen privilegiar los dos primeros objetivos: mantener al peronismo lejos del poder y controlar la inflación.
¿Hasta cuándo será suficiente para esos sectores el cumplimiento de solo estos dos objetivos? ¿Cuándo empezarán a exigir, además, una mejora real en su calidad de vida?
Pulgares arriba o abajo. Mi tesis es que lo que hoy les alcanza a esos sectores para ignorar cualquier escándalo público mañana no alcanzará si el Gobierno no puede pasar del nivel ajuste al nivel progreso.
Si Milei consigue dar ese paso, lo que para una porción de la población seguirá siendo revulsivo, para la mayoría de los votantes oficialistas seguirá siendo tolerable.
Por el contrario, si no lo logra y el país sigue en crisis, podrá haber deflación (como ocurrió por dos años con De la Rúa), pero cualquier mínimo desliz presidencial servirá de excusa para bajarle el pulgar.
Porque son los sectores sociales los que impulsan a los políticos y les transmiten su fortaleza. Los políticos creen que son ellos los que mueven la historia, pero es al revés. Los buenos políticos son los que están preparados y en el lugar adecuado para que, cuando la historia pase frente a ellos, puedan subirse a su estribo.
Las alianzas sociales, circunstancialmente mayoritarias, suelen ser tan arrolladoras que hasta son capaces de elegir al personaje más extravagante para que las espeje.
Por eso lo importante nunca fue Milei. Lo importante son las necesidades y angustias que llevaron a elegir a alguien como él.