En mi libro Milei, todas las respuestas a las preguntas que suscita, caracterizo a Milei y su movimiento como una forma de “pinochetismo”. Es cierto que Milei no es precisamente un dictador militar, pero el apelativo tiene sentido porque el “liberalismo” que representa está inspirado en un control moral y del pensamiento (batalla cultural, confesa) dentro de políticas que intentan ser pro-mercado. También es válido porque la ideología mileísta incluye una nostalgia de los golpes militares y una restauración de sus “verdades” junto con las del nacionalismo católico. Sería absurdo discutir esta calificación con argumentos como que Milei no usa uniforme, al menos no un uniforme militar, porque no parece cambiar de ropa muy seguido. Tampoco está en combate contra una guerrilla, pero de lo que hablamos acá es de ideología, no de actos.
El pinochetismo resume muy bien, en mi opinión, el espíritu de todo este movimiento en América Latina, especialmente en Chile. La diferencia importante, que no juega precisamente a favor del mileísmo, es que los economistas liberales que acompañaron al dictador chileno sumaron a un gobierno de facto una perspectiva económica que no estaba basada en el mismo autoritarismo que regía en el resto de las áreas de gobierno. No fue una elección de los economistas el carácter militar del gobierno chileno, sino una circunstancia dada. Un proceso similar ocurrió en varios de los llamados Tigres Asiáticos en la década de los 80 y en la China de Deng Xiaoping. En estos casos, regímenes autoritarios, a veces criminales, flexibilizaron sus reglas en materia de producción y comercio, lo que representó una mejora comparada con la situación previa y un alivio para la población.
Sin embargo, el pinochetismo actual tiene un espíritu completamente diferente: añora el autoritarismo y espera hacerlo funcionar con políticas de mercado para que la gente acepte la bota y la moneda sana como un ideal. No se trata de mejorar un gobierno agobiante en ciertos aspectos porque no hay posibilidad de eliminar la dictadura en sí o haciendo la vista gorda, sino de convertir una situación de hecho del pasado en un nuevo ideal “totalitario-liberal”, llamándole “libertario”.
“Cuando el fascismo regrese lo hará en nombre de la libertad”
Otra diferencia que tampoco juega a favor del mileísmo es que, en el caso del pinochetismo original y las dictaduras argentinas, el control moral no era un eje central, sino que estaba más en sintonía con los prejuicios prevalecientes de la época. Es decir, no alteraban drásticamente las condiciones de vida de la mayoría de la población ni tampoco de las minorías, que eran oprimidas por la sociedad en sí. En cambio, el pinochetismo actual —que veremos más adelante por qué está bien calificado de fascista— tiene como núcleo el control moral y la masculinidad, retrotrayendo o intentando retrotraer a la sociedad. No define como enemigos a contrincantes políticos en el sentido tradicional, sino a ciudadanos comunes cuya forma de vivir se convierte en combustible de una hoguera de expiación. Les atribuye el mal según sus propias ideas conspirativas y represiones personales, en sociedades que han dejado atrás esa óptica hace décadas. Es decir, el paquete incluye un empeoramiento significativo de la situación actual a cambio de una baja de la inflación.
Así como Pinochet no dejó de ser una dictadura por sus políticas económicas, Francisco Franco tampoco dejó de ser fascista por reemplazar a los economistas falangistas por los del Opus Dei. Estos últimos fueron también el antecedente de las reformas económicas en Chile. El Opus Dei comulgaba con todos los aspectos autoritarios de un fascismo confesional, pero sabía de dinero y manejo financiero porque reclutaba a sus adeptos entre la élite económica de España, igual que en Chile. Así llegó el “plan motosierra” al fascismo español en 1959, que impulsó el crecimiento económico del país, del mismo modo en que economistas de esa línea sacaron a Chile del fracaso. Es en este tipo de fascismo en el que se embarca Milei, con la diferencia de que no lo hace en un contexto de regímenes autoritarios ya establecidos, sino de manera deliberada y buscada.
Lo que hace aún peor su movimiento es su pretensión de una transformación “moral” de la sociedad bajo el pretexto de combatir al “progresismo”. Ni Milei, ni Trump, ni sus equivalentes en Europa y América Latina pelean contra el progresismo —aunque a veces el progresismo prefiera creerlo—, sino contra el progreso. Progreso que le dio a la gente una libertad con la que ni siquiera soñaban en los años 80. No son conservadores en el sentido de querer preservar un estado de cosas, sino que buscan violentar a la sociedad para meterla nuevamente en su pequeña caja. Quieren alterar familias que han aflojado sus prejuicios, quieren cambiar la educación que promueve la convivencia, quieren eliminar los controles de violencias especificas dirigidas a un grupo en particular al que consideran inferior, cínicamente en nombre de una retorcida igualdad ante la ley, que es lo primero que no les interesa.
Javier Milei y el fascismo “clave de sol”
Cuando Alberto Benegas Lynch y el propio Milei identifican la marcha del sábado como “opositora”, hacen lo que hacía Hitler al identificar a los judíos como contrincantes políticos. La gente que salió a defender su vida privada como ciudadanos es, de repente, despojada simbólicamente de su legitimidad al ser etiquetada como un enemigo político, un competidor y no una población a la que deben servir. Es exactamente lo que hace este movimiento con la expresión “ideología de género”, un término que utiliza para referirse, en realidad, a la tolerancia, la aceptación y el respeto por quienes, según su Biblia, deberían arder en Sodoma y Gomorra.
El fascismo de mercado
No hace falta recurrir a Mussolini para argumentar que este movimiento es fascista. Mussolini también tuvo su etapa pro-mercado, pero la derecha actual no es un fascismo económico, sino un fascismo en “todo lo demás”, algo que sus propios seguidores admiten abiertamente. Todo lo que no es recorte del gasto es batalla cultural, es decir que hay una guerra entre el gobierno y las costumbres, las ideas, la apertura. Ese “todo lo demás” es más profundo que el de Pinochet o Franco, precisamente porque ataca libertades personales ya conquistadas y afecta a grupos que ni siquiera son rivales políticos. Algunos de los participantes de esta ola parecen ni siquiera percibir el grado de totalitarismo con el que abordan el “todo lo demás” de su batalla.
Cada vez que estos personajes buscan evitar la etiqueta de fascistas, recurren automáticamente a la política económica. “No puedo ser fascista —dice Milei— porque no creo en la frase de Mussolini todo dentro del Estado, fuera del Estado nada”. Y se refugia en el mercado cuando le señalan que lanza odio contra la comunidad LGBTQ+. Pero, si ese criterio fuera válido, los economistas de Pinochet o Franco podrían haberse declarado no fascistas simplemente por haber reducido la inflación.
El periodista José Benegas ve a sus parientes Benegas Lynch como "fascistas del franquismo"
Incluso Mussolini tuvo su período “liberal en lo económico, pero no en todo lo demás”, entre 1922 y 1925 con su ministro Alberto Stefani. Era su plan original. En esos años, aplicó una drástica reducción del gasto público, despidió a más de 65.000 empleados públicos, eliminó impuestos progresivos, privatizó sectores clave y flexibilizó el comercio exterior. Si bien esto cambió drásticamente después de 1925, demuestra que el fascismo pro-mercado no es ninguna contradicción, como lo demuestran también España y Chile. En todos estos casos, la economía funcionaba como un respaldo a objetivos autoritarios. Igual que en el caso de Milei.
Lo que tendrían que argumentar para huir eficazmente de lo que son, sería el carácter liberal de la batalla cultural, cuando ya esa retórica es todo lo opuesto a un liberalismo. El mercado es colaboración e intercambio, no batalla, así que hasta su liberalismo económico está en duda. Para eso tiene que inventar fantasmas como el “marxismo cultural”, de un nuevo marxismo jamás visto antes que llega bajo la bandera multicolor. El “todo lo demás” lo practican desde el gobierno, así que sí, el estado está bien involucrado en su pelea y es el campo donde todas estas facciones en distintos países llevan a cabo sus planes. La batalla cultural no es una corriente de opinión, sino un proyecto de poder ejercido sobre todos los que marcharon el sábado.
La nostalgia de los partidarios de esta facción en Argentina y en el mundo está en la concepción moral del fascismo, que podría llamarse neofascismo si no fuera porque las políticas de reducción del gasto, desregulación y control de la inflación ni siquiera son novedosas dentro del fascismo. No son capaces, ni lo intentan, de distanciarse del fascismo en lo que respecta a la “batalla cultural”, una razia sim-bólica contra los considerados raros, extraños o diferentes. Prefieren hablar de inflación y anti-Estado.
La reivención de la política del garrote
La única alternativa a este modelo es una visión del mundo y la política basada en la igualdad ante la ley, la expansión progresiva de la libertad mediante la limitación del poder y el trabajo constante de la sociedad abierta para cambiar. Ese sería el único antifascismo consistente. Las trampas retóricas y las negaciones que se utilizan para tirar la piedra en Davos y esconderla cuando alguien se hace cargo de lo que están haciendo, la desmentida de la experiencia como decía Hannah Arent, son todas tecnologías conocidas de los viejos fascismos, nada nos puede sorprender.
El mileísmo busca cambiar a la sociedad, ejerciendo desde el inicio una profunda violencia simbólica contra la diversidad, un logro de la evolución de las democracias liberales. No es un proyecto de libertad, sino de control, donde la economía es solo un medio para legitimar su autoritarismo.
La verdadera respuesta no es solo denunciarlo, sino reafirmar la libertad en su sentido más amplio: el derecho a vivir sin persecución ni imposiciones morales. El antifascismo no es estatismo ni control, sino la defensa intransigente de la autonomía individual frente a quienes buscan encerrar a la sociedad en su perturbada moral, que ni ellos practican.
El problema del mileísmo no es su discurso económico, sino su intento de hacer del fascismo barato fiscalmente un nuevo un ideal.
RM / Gi