OPINIóN
OPINION

Milei es gramsciano

El Presidente es producto de un tiempo histórico no hegemónico. Contra la fatalidad del mal.

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Javier Frankenstein. | Pablo Temes

¿Por qué Milei y no la nada? La pregunta existencial puede interpelar a nuestro presente de una manera más aguda que muchas de las respuestas simplistas. Porque el hecho mileísta fue, después de todo y antes que nada, la expresión de un vacío. Un vacío en los programas económicos reducidos al mero ajuste, un vacío del campo político devenido en una eterna repetición de lo mismo y un vacío de ideas como consecuencia lógica de todo lo anterior.

Fue un fenómeno político “monstruoso” del tipo de los que irrumpen cuando lo viejo no muere y lo nuevo no nace: el famoso interregno. Un momento por el que atraviesa el mundo (al menos desde la crisis de 2008), y al que se encadenó tardíamente nuestro país dejando en evidencia que tiene sus especificidades, pero no es ninguna excepción. Una etapa no hegemónica en la que crujen las estructuras que se vuelven inestables y abiertas. Todo lo sólido se desvanece en la crisis. Un claro debilitamiento del poder estructural muy propicio para la irrupción de fenómenos mórbidos. El agotamiento del orden neoliberal y la llamada “globalización” abrieron el último período de crisis orgánica en el capitalismo contemporáneo.

En ese sentido estricto, Milei es gramsciano. No por la caricatura que construyen en el universo libertariano cuando se autonarran como presuntos ganadores de “batallas culturales” imaginarias, sino porque es el producto de lo que Álvaro García Linera llamó un “tiempo histórico liminal”, es decir, de un momento gramsciano.

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Esta perspectiva ofrece una mirada que se opone por el vértice a las lecturas fatalistas sobre el mileísmo. Aquellas que lo interpretan desde una especie de determinismo invertido.

En el siglo XX fueron dominantes, incluso en el pensamiento de izquierda (deberíamos decir, sobre todo en el pensamiento de izquierda) las concepciones que postulaban que la historia avanzaba siempre hacia adelante. El sujeto estaba dado, la crisis era inminente y el derrumbe esperaba a la vuelta de la esquina. El presente era un eslabón perdido en el encadenamiento mecánico de causas y efectos que las locomotoras de la historia podían, a lo sumo, acelerar.

El determinismo invertido asegura que el sujeto (la clase obrera) se ha deconstruido o atomizado, que el sistema es autoinmune y que la subjetividad neoliberal conquistó las mentes y los corazones de las nuevas generaciones. Si antes el triunfo era inminente, ahora la derrota es segura. Frente a tremendas “condiciones objetivas”, si Milei no hubiese existido habría que inventarlo.

Walter Benjamin cuestionó el optimismo del viejo determinismo positivista cuando advirtió que la historia podía estar marchando también hacia la catástrofe. Que podía ser uno de sus objetivos secretos, su telos oculto. La revolución podía no ser una locomotora que condujera a la civilización hacia el progreso, sino una acción consciente para detener –usando el freno de mano– la carrera hacia un destino trágico. Desde esta perspectiva “pesimista” (contra el optimismo obtuso y paralizante) volvía a colocar a la acción política en el puesto de mando porque el presente no contiene un destino manifiesto, sino múltiples posibles que solo la política puede interpelar.

El determinismo invertido habilita al hecho mileísta a licuar algo más grave aún que los salarios y los ingresos: diluye el balance político. Si en la nueva anatomía social y en la subjetividad contemporánea ya estaba “inscripta” la deriva actual, la política pierde sentido y se esfuman las responsabilidades.

Por el contrario, el momento de interregno o de crisis orgánica es abierto y contiene varias posibilidades. Milei alcanzó una mayoría circunstancial apoyándose en algunas tendencias epocales, pero también en quienes lo apuntalaron desde el amplio espectro de la política tradicional: desde la derecha histórica que se consideraba la beneficiaria final de un escenario que Milei ayudaba a desplazar más a su favor hasta los peronismos varios que creían estar llevando adelante una jugada magistral (fogonear a Milei para “dividir a la derecha”) y terminaron devorados por la bestia. Sin olvidar a los medios de comunicación que le inyectaron anabólicos que comenzaron con el consumo irónico del personaje y acabaron instalándolo como opción política. O los dueños del país que lo hicieron desfilar en sus foros en los que entonaba el repertorio de un capitalismo hardcore que –más allá de las posibilidades reales del plan– sonaba en sus oídos como la más maravillosa música.

No se puede negar que asistimos a la supervivencia de un sistema que fue perspicaz a la hora de blindarse y sobrevivir a su decadencia, que existen fuertes tendencias a la individualización (reforzadas por la pandemia), que tuvieron lugar profundas transformaciones en el mundo del trabajo y que las subjetividades están atravesadas por valores de claro tinte neoliberal. Sin embargo, no es menos real que esos valores cohabitan con otros (a veces en la misma conciencia desgarrada) que reivindican lo público y lo colectivo, que el neoliberalismo no goza de la ascendencia que cosechó en sus años dorados y que tanto en nuestro país como en otros lugares del mundo estallaron protestas que fueron en el sentido contrario a la rabia populista de derecha que terminaron expresando Donald Trump, Jair Bolsonaro o Javier Milei. Desde las movilizaciones francesas protagonizadas por los “chalecos amarillos” hasta las revueltas chilena o colombiana, desde las recientes protestas radicalizadas en Corea del Sur hasta el proceso de sindicalización en EE.UU. o las huelgas en el corazón de Amazon; desde nuestro acontecimiento universitario hasta el movimiento feminista.

Así como nunca fue cierto que la clase obrera tradicional fuera ontológicamente revolucionaria, tampoco es verdad que las nuevas subjetividades precarias estén condenadas a la representación “natural” de la derecha libertariana.

En todo caso, la estructura de sentimientos de la época es un campo de batalla en el que uno de los primeros combates ideológicos es contra la fatalidad del mal.