Alguna vez le preguntaron al historiador Tulio Halperin Donghi sobre los cambios de la sociedad argentina hacia el final de la última dictadura militar: “Ya lo decía Valentín Alsina cuando partió al destierro –respondió Halperin–. Desde el barco gritaba: ‘Adiós, pueblo italiano’, pero italiano quería decir pueblo cambiante, veleidoso. Es evidente que la sociedad argentina es una de las más cambiantes en ese sentido. Tiene –yo diría– metejones que terminan de golpe”. Estas declaraciones fueron recuperadas por un libro titulado Tulio Halperin Donghi. La herencia está ahí. Diez entrevistas comentadas, compilado por Javier Trímboli y publicado por la editorial Omnívora en 2023.
Un par de décadas después –a poco de haber asumido Javier Milei– en una entrevista para el diario La Nación, consultaron a Pablo Gerchunoff (también historiador) si encontraba semejanzas entre el hecho mileísta y otras experiencias de la historia nacional. Gerchunoff respondió que lo novedoso era el intento de hacer un ajuste de este tipo con una minoría parlamentaria: “En una experiencia democrática, un intento de estabilización con semejante minoría parlamentaria no lo vimos nunca”. Gerchunoff aseguraba que la sociedad que acababa de votar a Milei era “una sociedad cansada, como dos boxeadores peso pesado en el round quince, abrazados porque ya no dan más, mirando el reloj para ver si termina la pelea. Veo a la sociedad más en ese modo que en uno de ir al combate. Si es verdad lo que digo, eso le da una ventaja a Milei, pero la tiene que aprovechar. Tiene que saber que ese boxeador se va a recuperar. Que la sociedad argentina es una sociedad rebelde, plebeya, molesta, igualitaria. Todos esos rasgos no los va a perder. Pueden estar en algún momento adormecidos, pero no los va a perder”.
El politólogo norteamericano Samuel Huntington escribió que aquellas sociedades cuyos regímenes políticos tienen mediaciones débiles e incapaces de procesar los conflictos entre distintas fuerzas sociales y políticas eran sociedades de tipo “pretoriano”. En el libro El orden político en las sociedades en cambio (1968) sentenció que cada sector hace política con la herramienta inmediata que encuentra más eficaz: “Los ricos sobornan, los estudiantes arman disturbios, los obreros van a la huelga, las masas se manifiestan y los militares hacen golpes”. Se refería a las sociedades en las que el alto grado de movilización supera en el promedio histórico a la institucionalización. Sin autoridades con legitimidad y capacidad para resolver los desacuerdos, cada actor reivindica sus intereses con los medios que tiene a mano. A propósito de esta definición, Andrés Malamud afirmó en El oficio más antiguo del mundo (Capital Intelectual, 2018) que “Huntington podría haber bautizado a su definición como ‘sociedad argentina’ en vez de ‘pretoriana’, y todos hubiéramos entendido”. Para Malamud, la Argentina comenzó a transformarse en una sociedad pretoriana en 1930, cuando la Constitución dejó de regular los conflictos políticos. Su nueva fisonomía se consolidó en 1945, cuando las élites tradicionales perdieron el control de los enfrentamientos sociales y cuando el peronismo –según su visión– transformó las instituciones en instrumentos de la parcialidad de turno en vez de mediadoras de sus desacuerdos.
El igualitarismo, por su parte, se ve reflejado en los refranes populares que condensan estructuras de sentimiento y que, a veces, dicen más que mil papers académicos. Las marcas de esa sociedad en la que el filósofo Oscar Terán observó que “los de más abajo miran a los ojos a los de más arriba”, en la que “naide es más que naide”, en la que se repite el “no me dejen afuera” o el más diplomático “a mí qué mierda me importa” del clásico ensayo de Guillermo O’Donnell.
Cuando triunfó Milei, muchos dieron por perimida esta larga tradición de la sociedad argentina cuya mayoría circunstancial había encumbrado en la cima del poder a un personaje que postulaba la restauración del momento más jerárquico de la historia nacional, que demandaba la desmovilización permanente, pugnaba por la tiranía del mérito y militaba la individualización extrema. El mantra thatcheriano: “No existe la sociedad, existen los individuos” habrá sido repetido por Milei en la cúspide de su borrachera triunfalista.
La sensación de un cambio copernicano de la sociedad persistía pese a que tempranamente hubo manifestaciones que mostraban la vigencia de esa tradición inquieta: las tempranas concentraciones convocadas por la CGT o los primeros paros generales, las movilizaciones del 24 de Marzo, el 8M (motorizados por el movimiento de mujeres) o de la diversidad, la irrupción masiva del movimiento estudiantil universitario, las movilizaciones en defensa de los jubilados o jubiladas o el último paro nacional que fue contundente pese al desgano de sus convocantes. También tuvieron lugar duros conflictos de los trabajadores y trabajadoras de la educación en varias provincias o revueltas contra proyectos de megaminería contaminante en pueblos del interior profundo.
Evidentemente no alcanzaron para frenar el ajuste de Milei que contó con la colaboración de la mayoría del arco político, mediático y sindical, pero demostraron que había reservas en la sociedad para contraponer y recrear la resistencia.
Ante el giro brusco que dio recientemente el Gobierno con el nuevo régimen cambiario (una muestra de la inviabilidad del plan de Milei), conviene entender una cuestión: el rescate urgente que tuvo que hacer el Fondo Monetario Internacional se debe al fracaso del ajuste y no a su éxito. Es decir, la motosierra fiscal (en el que Milei y Luis Caputo avanzaron y mucho) es una condición necesaria, pero no suficiente para terminar de “domar” a la sociedad argentina y demostrar a los famosos inversores que se puede abrir un ciclo de negocios con bajo riesgo social y garantizado por una gobernanza con estabilidad y volumen político.
El regreso de estrés sobre el dólar, la presencia lacerante del FMI y, sobre todo, el rebrote inflacionario, dan por tierra con la idea que había traficado exitosamente Milei: que el suyo era el ajuste que iba a terminar con todos los ajustes, como aquella guerra que iba a terminar con todas las guerras. Resulta que ahora, después del ajuste hay más ajuste; después de la deuda, más deuda, y la utopía libertariana es una guerra eterna.
Las consultoras Alaska y 3PuntoZero publicaron recientemente un relevamiento en el que consultaron si era justo o no que la gente saliera a la calle a protestar si se vulneran sus derechos: un concluyente 77% respondió que era justo. El apoyo al derecho a la protesta creció 17 puntos porcentuales desde diciembre de 2023 y el rechazo descendió 12 puntos en el mismo periodo (de 29 a 17). En términos de igualitarismo, el mismo trabajo da cuenta de un respaldo mayoritario (59%) a la gratuidad de la universidad pública y un rechazo masivo a la eliminación de las indemnizaciones por despido como parte de una flexibilización de las condiciones de trabajo. Justamente una de las exigencias que conforma el tridente ofensivo del FMI: reforma laboral, previsional y tributaria. El organismo también considera que el ajuste realizado hasta ahora fue necesario, pero que no alcanza, entre otras cosas, porque para el gran capital nunca alcanza.
En el último paro nacional fue sintomática la alta adhesión en fábricas o empresas en las que el respaldo electoral a Milei había sido significativo y en el pos-paro, el único gremio importante que no adhirió (la UTA) debió enfrentar cuestionamientos y rebeliones desde abajo con choferes que salieron a manifestarse en las zonas norte y oeste del Gran Buenos Aires porque sus salarios están muy rezagados ante una inflación que (de mínima) continuará en alza en los próximos meses. La carrera entre inflación y salarios (o ingresos) está nuevamente abierta, más allá del festejo desaforado de “los mercados”. Una puja que tendrá lugar ante un Gobierno que les mintió a todos y todas, y una sociedad que puede volver adueñarse de lo mejor de su pasado en las condiciones en las que siempre sucede: tal como fulgura en un instante de peligro.