COLUMNISTAS
Gonzalo Garcés

“Mi utopía sería poner todo en un mismo relato”

“Me parece que todo lo que hago es contar historias, con diferentes lenguajes y medios”, dice Gonzalo Garcés, autor de ficción, ensayista, gestor cultural, columnista y conductor, mientras estrena su nueva novela, El refugiado (Seix Barral), presentada como una apuesta narrativa, en diálogo con su tiempo, que oscila entre “la sátira y la distopía”.

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—¿Cómo fue la cocina de “El refugiado”? Detonantes o primeras imágenes o pensamientos, proceso de escritura, lecturas de amigos colegas, etc…

—En 2004 o 2005 imaginé la historia de una mujer que estaba en un movimiento de resistencia. La Argentina se había partido en dos y esta mujer peleaba para volver a unirla. Escribí cientos de páginas sin encontrarle la vuelta. Cuando les contaba el argumento a amigos, como Abelardo Castillo, me decían que era muy bueno, y también me lo parecía, pero cuando lo escribía sentía que me alejaba del centro de esa historia, en lugar de acercarme. Dejé ese proyecto, escribí tres o cuatro libros más. Hace un par de años se me ocurrió otra historia: un tipo recién divorciado empieza una relación nueva. Se siente desterrado (porque una pareja también es un país, es un lugar que se habita, tiene sus fronteras y sus leyes, tiene su idioma propio) y siente que llegó a ese nuevo amor como un refugiado. Entendí que ese personaje era el narrador que necesitaba para mi novela abandonada. Que, justo porque en su vida íntima está entre dos parejas, ese tipo querría investigar cómo y por qué se partió en dos la Argentina; que la historia colectiva era, de algún modo, el correlato de su historia privada, y que para entender lo que le pasaba, ese personaje necesitaría investigar la historia de la secesión argentina.

—¿Por qué la historia va de alguna manera de adentro hacia afuera? 

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—Porque siempre es así. Porque nadie sale a hacer la revolución en Bolivia o se mete en la resistencia francesa salvo para dramatizar, en un escenario más grande, sus preguntas íntimas. Eso creo. La historia universal es la proyección, sobre una pantalla gigante, de mis amores y mis dolores de muelas. En todo caso, las ficciones que más me conmueven están construidas así. Fijate en lo que pasa en El Aleph, de Borges. El narrador visita la casa donde vivió Beatriz Viterbo y cada vez se detiene a mirar las fotos de Beatriz: de frente, de tres cuartos, de cerca y de lejos, en diferentes circunstancias, etcétera. Después baja al sótano y contempla el Aleph, ese punto donde están, sin confundirse, todos los lugares de la Tierra vistos desde todos los ángulos. ¿Qué es el Aleph entonces? Es la forma universal y mística que adopta el acto privado, melancólico y trivial de mirar fotos de la persona que amabas y que perdiste. Pero el Aleph solo tiene realidad emotiva para el lector porque lo sostiene la emoción trivial que Borges relató antes. Fijate que incluso Borges, justo después de contemplar el Aleph, agrega esta frase misteriosa: “Sentí infinita veneración, infinita lástima”. Momento: ¿no es raro que sienta veneración y lástima por el universo? Sin embargo, la frase tiene sentido porque, en realidad, Borges siente esas cosas al mirar las fotos de Beatriz.

—Sos escritor, traducís, hacés gestión cultural, notas, crítica, conducís un stream llamado “Partes de la verdad”, ¿cómo es la convivencia de todas esas facetas y cuál es la que más te gusta o te complace?

—Me parece que todo lo que hago es contar historias, con diferentes lenguajes y medios. Lo que hago en Neura es pasar la actualidad por la lente de diferentes formas de conocimiento que me interesan: por ejemplo la mitología griega, el teatro de Shakespeare, el cine de Christopher Nolan, los relatos bíblicos, la serie Breaking Bad o el concepto de la “tríada oscura” de narcisismo, maquiavelismo y psicopatía, que pertenece a la psicología contemporánea. Con cosas así trato de armar una versión de la realidad, por eso el programa se llama así: Partes de la verdad. Cuando escribo un artículo, un cuento o una novela, hago lo mismo con otros medios. Mi utopía, si querés, sería poner todo en un mismo relato. Hace poco vi una entrevista a Richard Ford donde decía que él, en sus primeros libros, había escrito usando algo así como un cuarto de su cerebro, y que recién en El periodista deportivo pudo escribir “con toda su cabeza”. Me gusta mucho esa idea. De todas formas, el lugar ideal para meter todo, el que permite la mayor concentración de sentido, sigue siendo la novela.

—Tu relación con lo literario, como vemos, excede el acto de escribir y publicar. En ese camino juntaste anécdotas geniales, como una con Michel Houellebecq que te pediría que me cuentes. No dudo que va a ser apreciada por nuestros lectores…

—Cuando vivía en Chile, a comienzos de los 2000, dirigía un programa en la universidad en el que invitaba a escritores extranjeros y les hacía entrevistas públicas. Quería traer a Michel Houellebecq, que me parecía y me sigue pareciendo uno de los escritores más extraordinarios de este siglo, pero no sabía cómo hacerle atractiva la invitación. Ahora bien, la encargada de mandar los mails de invitación era la gestora de proyectos, que no sabía idiomas, y yo tenía que traducírselos. Vi una oportunidad ahí. Ella le escribió a Houellebecq una carta muy formal, muy chilena, donde le decía que era un gusto para ella invitarlo a esta actividad, etcétera. Yo traduje: “Querido Michel: cuántas veces, en mi todavía cercana adolescencia, me dormí apretando contra mi pecho las páginas de una de tus novelas…”. Y seguí en ese tono. A los pocos meses Michel vino a Chile. Con el tiempo aclaré todo con él, lo entrevisté muchas veces en diferentes países, incluyendo una visita memorable que hizo a Buenos Aires en 2016, y lo sigo tratando hasta hoy. Pero nunca olvido la vez que hice de Cyrano de Bergerac.

—¿Tenés autores favoritos o que disfrutes entre los argentinos de tu generación?

—Sí, claro. Leo y aprendo de Pola Oloixarac, de Pilar Quintana, de Marcelo Birmajer, de Pedro Mairal, y en estos días, gracias a Maximiliano Tomas, descubrí a María Gainza, que creo que voy a seguir leyendo mucho.

—Entre tus intervenciones públicas se destacan, como en el caso de muchos escritores de acá y sobre todo de afuera, las críticas en torno a la cultura de la cancelación. ¿Podrías, para cerrar, sintetizar tus principales objeciones y observaciones sobre este problema?

—Sobre la cultura de la cancelación se dijo ya todo lo nefasta que es y por qué. Se habló de cómo viola la libertad de expresión, el debate de ideas, la presunción de inocencia, cómo implica un tinglado estalinista con comisarios políticos dueños tanto de destruirles la vida a algunos como de encubrir a culpables cuando son amigos o aliados. Lo que a mí, personalmente, me perturba más es que la cultura de la cancelación obliga a decir cosas contrarias a las que uno percibe realmente, y eso crea una disonancia cognitiva que nos idiotiza. Por ejemplo: yo creo que nadie, absolutamente nadie, siente realmente que una mujer trans es una mujer. Puede pensar (yo sin duda pienso) que una persona trans tiene perfecto derecho a vivir como le parezca sin ser molestada. Pero nadie siente que las experiencias de vida que constituyen la singularidad de ser mujer son las mismas para un hombre biológico que asume la identidad de mujer. Y sin embargo en muchos ámbitos hay que fingir que se siente lo contrario. Otro ejemplo: en todos los debates sobre el feminismo partimos de la premisa de que la única forma de poder es la que explicitan los títulos: diputada, presidente, jueza, CEO, Premio Nobel, etcétera. Que esas formas de poder reglamentado y sancionado por las leyes son las únicas que existen. Y los que queremos una sociedad con igualdad de oportunidades celebramos, faltaría más, que a ninguna mujer se le impida, ni con reglamentos ni con la fuerza del prejuicio, llegar en buena ley a lo más alto de esos lugares. Pero todos sabemos que hay formas de poder menos explícitas y por eso mismo tremendamente determinantes. Que el atractivo sexual es un capital, la seducción es un capital; que la tendencia de la mayoría de los hombres a actuar en función de la atención y la aprobación de mujeres, y a elegir a una o varias mujeres en sus vidas como juez y parámetro moral de sus acciones, es un capital, y que ese capital funciona a todas horas y determina una parte muy importante de la realidad. Off the record puede pasar (y me pasó) que una amiga feminista me diga: “Ser mujer es un poder enorme, porque los tipos hacen lo que sea para tocar a una mina”. Por otro lado, también es obvio que hay formas de poder colaborativas –porque la idea posmarxista de que el poder es por definición opresivo también me parece invalidada a diario por la experiencia– donde hombres y mujeres prosperan, llegan más lejos en la realización de su potencial, por virtud de su complementariedad. Y todo esto, por supuesto, está bien: son partes de la realidad. Pero son partes que por lo general no se pueden decir, o peor, se debe decir lo contrario, y entonces aparece la disonancia, y así no se puede pensar.

*Guionista y periodista.