Es posible que una palabra repetida muchas veces pierda rápidamente el sentido, que ya no signifique nada, se convierta en sonido vacío, boyando en un espacio mental indefinido. Pronuncien sin parar la palabra “silla” y ya no sabrán donde están sentados. El suceso lingüístico llegó a recibir un nombre: “saciedad semántica”. Cuando el significado se agota y la palabra no da más. ¿O somos nosotros quienes no comprendemos qué dice? ¿Ella es acaso independiente de lo que refiere?
Puede ser un juego peligroso, a pequeña escala demuestra la fragilidad del lenguaje y lo arbitrario de los signos que nos sostienen en este mundo. Esta vivencia verbal me lleva a pensar en otras repeticiones, casi despropósitos de la comunicación actual. Me refiero a cierto tipo de mensajes navideños: los reenviados recibidos y los mensajes de audio.
Empiezo por los primeros, aquellos que se reciben sabiendo que fueron enviados previamente, y por lo tanto uno no es uno, es muchos que desconoce, dado que en los reenvíos no figuran los demás destinatarios; no sabemos entre quiénes estamos en relación con la persona que nos reenvía “afectuosamente” un saludo de fin de año, probablemente algún gift o videíto que encontró interesante entre aquellos que a su vez le fueron reenviados.
La cadena impersonal trasladando un supuesto de felices fiestas personalizado se parece a las palabras que se repiten hasta agotar su significación. Más de diez veces reenviado ya no es ningún recibido. Si tienen la suerte de ser considerados originales o divertidos, seguirán siendo reenviados, aunque casi todos terminen eliminados con un gesto de desdén que nadie recibirá.
Me resulta más difícil fundamentar la segunda categoría. Es una experiencia de extenuación reciente que provino de la distancia. Empezó por los oídos y terminó en la lengua: los mensajes de audio se me desnaturalizaron. Estoy en Ecuador y en lugar de llamados recibí múltiples mensajes grabados. Hasta que de repente ya no entendí quién me los estaba enviando, su voz me resultaba extraña. A diferencia de otras veces, tuve el cuidado de no pasarlos en ninguna velocidad, tratando de escuchar a la persona como si estuviera realmente del otro lado, pero las voces se deshacían en el aire. Lo grabado se volvía efímero. Quizá fue porque recibí una seguidilla de narraciones prolongadas, descriptivas, que iban sumando anécdotas, nombres, bebidas, familiares, regalos. A las que yo respondía con otro mensaje de audio contando nubes, pájaros, comidas, parentela, que proseguía a su vez con uno nuevo agregando precios de hoteles, más anécdotas, bostezos, carrasperas, besos para todos.
¿Era un diálogo? ¿Una conversación diferida? ¿Un soliloquio patético? ¿Ya no había nadie del otro lado? ¿Eran grabaciones en el vacío de una conversación nunca establecida? Mi propia voz se volvió ajena cuando me dispuse a grabar el último.
Mejor escribir, aunque sea una palabra. “Hola”. Siempre me pareció que la lengua hablada no es la misma que la escrita.
La voz se agota en el decir. La palabra persiste en el tiempo visual de la escritura.