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Manuscrito hallado en un vagón

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Siempre es una buena noticia encontrar algo perdido. Le reclamaba a mi hermana la Colt Police .38 de mi padre, pero ella aseguraba que la tenía yo. Y yo insistía en que debía buscar con más atención, porque yo no la tenía. Hasta que el otro día se me ocurrió bajar una vieja valija con cámaras fotográficas, y dentro estaba la Colt (gracias Adriana, tenías razón). Suelo perder libros en mi propia casa. Estuve durante tres años buscando un pequeño volumen con las obras de ballet de Louis-Ferdinand Céline. Llegué a pensar cosas horribles y disparatadas, como que me lo había robado una novia o un vecino. Pero hace poco apreció donde seguramente siempre había estado, a la derecha de Thomas Wolfe y a la izquierda de Lispector. No sé qué hacía allí. Es una pena que los libros no hablen. No faltará el que diga: ¡pero si los libros hablan! No hablo de metáforas. Quisiera que los libros respondieran al llamado, como un perro. No debe de ser tan complicado inventar algo así, agregarle al libro un pequeño chip que al llamado “¡Céline!” hiciera sonar una sirena discreta.

Justamente, hablando de Céline, hace unos años reaparecieron unos manuscritos perdidos, mejor dicho robados, que alguien había tomado de su casa cuando junto con su mujer y su gato, al final de la Segunda Guerra, huyó a Dinamarca. Nunca dejó de lamentarse de esa pérdida (en la Trilogía alemana, sobre todo). Ahora están impresos: Guerre (2022), Londres (2022) y La volonté du Roi Krogold. Suivi de La légende du roi René (2023). Pura felicidad para un admirador, razón por la cual, después de haber leído Guerre de inmediato, pospongo la lectura de los otros dos: no habrá nada más después de ellos.

Un jefe de farmacia de una hospital de Dublín, Brian Cleary, gozando de una licencia por enfermedad, se internó en la Biblioteca Nacional de su ciudad persiguiendo una intuición. El Daily Mail irlandés había publicado en 1890 un anuncio solicitando a los autores que enviaran cuentos para un número especial de Navidad, y algo le decía que era imposible que su amado Bram Stoker hubiese resistido la tentación de mandar al menos uno. Lo encontró, su título es “Gibbet Hill” (“La colina de la horca”), lo que le otorgó fama a Cleary y le devolvió la fama, que en realidad nunca había perdido, a Stoker. Son cosas emocionantes. El relato había sido olvidado por completo, incluso por el mismo escritor, que cuando reunió sus cuentos omitió “Gibbet Hill”. Tal vez ni recordaba haberlo escrito, o tal vez lo volvió a leer y le pareció deplorable. Nunca lo sabremos. Pero hoy está ahí, puede traducirse, publicarse y leerse, en ese orden.

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Personalmente espero que un día u otro aparezca el manuscrito perdido de Los siete pilares de la sabiduría, de T. E. Lawrence. El coronel, alejado ya de sus aventuras árabes en 1916, reuniendo sus notas escribió un gran libro (grande de verdad: casi 800 páginas de apretada caligrafía). En 1925 viajaba en un compartimento de tren llevando consigo el manuscrito, envuelto y atado con sisal thread. Estaba solo, y adormecido por el vaivén y el rumor acompasado del tren, se dejó llevar y entró en un profundo sueño. Iba a visitar a Sarah Junner, su madre, a Oxford, y de pronto, al abrir los ojos, descubrió que ya había llegado a destino. Y entonces hizo lo que cualquiera hace en un caso similar: tomó apresuradamente sus bártulos, se puso el saco y bajó a la carrera del vagón antes de que el tren reemprendiera la marcha.

No sabemos si inmediatamente o al cabo de algunas horas o de días, Lawrence advirtió que había dejado el manuscrito en el asiento del compartimento en que viajaba. La cosa lo sumió en una depresión tremenda (no es para menos), pero la Universidad de Oxford, al saber lo ocurrido, le ofreció comodidades y una beca para que volviera a escribir su libraco. Cosa que Lawrence, naturalmente, hizo. Pero aquel primer manuscrito nunca volvió a aparecer. Alguien tuvo que haberlo encontrado. Un día, lejano o cercano, sabremos de él. Será emocionante.