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Los tres chanchitos

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El aire se arremolinaba alrededor de su propia psicosis, aullaba entre las ramas de los pinos o quebraba los restos secos de las copas de los árboles caducos. El viento había llegado de improviso, empujado por las corrientes polares. Soplaba con antipática persistencia y su ulular ponía nerviosos a los animales y nos erizaba la piel. Las ventanas que daban al sur eran, paradójicamente, las más vulnerables y hubo que bajar las persianas para que el calor del hogar no fuera arrastrado hacia el río. Las pocas bellotas que quedaban en el roble alarmaban el techo de chapa. Todo crujía en el bosque lindero y los animales expresaban su terror queriendo meterse en la casa, debajo de las camas, en nuestros brazos. Salimos, en cambio, a asegurar los toldos y nos costaba incluso caminar a la intemperie. El aire estaba sucio, cargado de amenazas y de hojas y semillas venidas de quién sabe dónde (tal vez en primavera un nuevo retoño de árbol o de planta revelara la intriga).

Más arriba, en la atmósfera, capas sucesivas de nubes iban y venían indecisas. Las más bajas, todavía blancas como corderos, apenas si conservaban alguna forma reconocible antes de disolverse y recombinarse en otra figura. Más arriba, unas pinceladas negras se volvían cada vez más densas y se comían la escasa luz solar que todavía llegaba al suelo. Era como una noche trasnochada que había salido de gira y que no podía ya volver a su casa, muy entrado el día.

La excitación eléctrica del aire se nos pegaba al cuerpo y las perras olfateaban estirando el cuello hacia arriba, como queriendo identificar a la bestia que se abalanzaba sobre nosotras resoplando un aliento helado en nuestros cuerpos.

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Entramos a la casa, donde los aullidos y silbidos del aire se multiplicaban al entrar por las rendijas. La velocidad disminuida del viento empezaba a depositar una fina capa de tierra sobre todas las superficies de la casa. Algún huaco que había quedado afuera de los toldos se rompió con gran ruido de fracaso, arrastrado por un aire vengativo, imperdonable. Si lloviera, pensamos, el aire se calmaría un poco y, con las plumas mojadas le costaría recuperar la loca velocidad que ahora había alcanzado.

En la ciudad auguraban una nevisca, o más bien la deseaban. La nieve se veía como una promesa de alegría colectiva, que desde hacía años se nos escapaba. Pero sabíamos que con un aire tan seco y concentrado en su propia carrera vertiginosa no iba a llover, no iba a nevar, y lo único que nos quedaba era encerrarnos a esperar que pasara lo peor.