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Los nombres de las estrellas

16-4-2023-Logo Perfil
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Un viejísimo artículo de Norman Miller aparecido en el diario The Independent (7 de septiembre de 1996) habla de un tema que no deja de ser de una actualidad sorprendente. Cuando entre 1990 y 1993 la sonda espacial Magallanes permitió apreciar una serie de conformaciones topológicas del planeta Venus, los científicos se encontraron con el problema de que era necesario nombrarlas. La tradición astronómica quería (sigue queriendo) que todo lo que tenga que ver con Venus debe tener nombres femeninos, y así ciertos cráteres pasaron a llamarse Jane Austen, Diane Fossey, Kaikilani y Akiko. El equipo responsable de la misión Magallanes, cuenta Miller, en determinado se encontraron tan cortos de ideas que tuvieron que pedir la ayuda del público. 

Miller hablaba de los criterios  para la asignación de nombres, dependiendo que se traten de particularidades morfológicas de planetas o satélites del sistema solar. Por ejemplo, los nombres de científicos del pasado han servido para nombrar los accidentes de la Luna, los artistas famosos para los de Mercurio, las ciudades de la Tierra sirven para nombrar loa cráteres de Marte; para Europa, una de las lunas de Júpiter, se usaron los nombres de los dioses del firmamento celta, y los satélites de Saturno están dedicados a los grandes nombres de la literatura universal. Pero lo que para todos un nuevo descubrimiento de lo que sea significa un gran paso para la Humanidad, para los científicos, luego de la emoción inicial, lo que sigue es un dolor de cabeza. Lo era en 1996, imaginémonos ahora.

La tarea de asignar nombres a todo lo que aparece en el cielo recae en una institución llamada Working Group on Planetary System Nomenclature, dependiente de la International Astronomical Union. Ellos son los encargados de bautizar todo lo que se mueve en el firmamento, pero ya en aquella época solo una quinta parte de los 6.500 planetas descubiertos (aquellos de los que era posible determinar y predecir una órbita) carecían de nombre. Tal vez me equivoque, pero dudo que la situación no haya empeorado notablemente: todo tiende siempre a empeorar, eso también es determinable y predecible.

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Hubo una época en que las cosas eran más simples, y un asteroide descubierto llevaba automáticamente el nombre de su descubridor. Pero todo se complicó cuando los descubridores empezaron a ser varios. El cometa Halley se llama así por el que calculó en 1758 su órbita por primera vez, Edmund Halley. Las cosas venían bien hasta que en 1939 hubo que llamar a un cometa Juriof-Achmarof-Hassel. Y desde entonces se expandieron por el sistema solar una oleada de nombres ridículos, como Hooda-Mrkos-Pajdusakova, Tuttle-Giacobini-Kresak y Du Toit-Neujmin-Delport, que (esto también lo dice Miller) “hacen pensar más en agencias publicitarias que en cometas”. 

Al final hizo falta que interviniera la International Astronomical Union, que decidió designar a los cometas con un número, no aleatorio, sino que respondía a determinadas características del cometa, así como al año de su descubrimiento. Los nombres de las estrellas son un problema aparte: de las millones que había en la galaxia (siempre hablando de 1996, pero insisto, nadie va a hacerme creer que la cosa mejoró mucho) apenas 650 tienen nombre, que en realidad no son otra cosa que versiones codificadas de sus coordenadas astronómicas. 

Desconozco los criterios actuales para nombrar lo que se ve en el cielo, pero supongo que a esta altura debe de haberse cumplido lo que Miller temía, esto es, que muchas empresas y marcas haya logrado imponer sus nombres en el espacio. No lo sé y no me interesa averiguarlo. Pero si me preguntan tengo una usina de nombres femeninos de escritoras que podrían servir. ¿Hay una estrella Clarice, una estrella Fleur, una estrella Gisela? Y esas son solo algunas, si hacen falta tengo muchas más.