Primero se llevaron a Nicolás Posse, y no me importó porque no sabía quién era.
Después cerraron las universidades y no me importó, porque yo ya estaba jubilado. Cuando se llevaron a Mondino no dije nada, ya que si bien amo Córdoba no soy banquera ni diplomática. Cuando vinieron a llevarse a los “comunistas” infiltrados en Cancillería, no protesté, ya que yo no era comunista. Cuando suspendieron la financiación de los envíos a la Feria de Frankfurt y de Guadalajara no me preocupé, porque yo no participaba de esos eventos. Cuando se llevaron a los radicales, me callé, ya que yo no era socialdemócrata. Cuando quisieron suspender el Festival de Cine de Mar del Plata, no me indigné, ya que no hago películas. Después se llevaron a los periodistas e hicieron quebrar a las empresas de medios, pero no me importó, porque no soy periodista ni leo diarios. Cuando fueron a buscar a los sindicalistas no protesté, porque me daban asco esos ladrones acomodaticios. Después quemaron los manuales para ESI, pero no me importó porque sabía que el deseo mueve montañas. Pero cuando se llevaron a Victoria Villarruel, sentí un escalofrío. Ahora las neue Hitlerjugend, cuyo objetivo es formar líderes y “hombres de bien” para el futuro, golpean a mi puerta y no hay nadie que pueda detenerlos.
Se ha cumplido el ciclo previsto por Elías Canetti en Masa y poder, a quien Horacio Verbitsky aludió en una de sus columnas (que ya no pueden leerse): “Una suerte de comunicación directa y sin filtros entre el líder y sus seguidores” (eso es el fascismo, tal como enseña Canetti) ha diseminado la demencia y la destrucción.