El haiku es un tipo de poesía inevitable: pocos se resisten a la tentación de vérselas con su concisión, con su extremo ahorro de palabras, con su, cuando se alcanza, certeza. El haiku está tradicionalmente compuesto por diecisiete sílabas (más precisamente diecisiete moras), cinco en el primer verso, siete en el segundo y cinco en el tercero. Muchos escritores en determinado momento decidieron lidiar con ese ejercicio, porque es difícil, porque es encantador y porque sí. Recuerdo los haikus de Mario Benedetti, los de Andrew Vachss y más recientemente los de Ana María Shua, quien para evitar desde el vamos la crítica habitual tituló a su libro No son haikus. Y es que no hace falta solamente la limitación de la rima: en teoría, todo haiku que se precie debe contener un kigo, esto es, una palabra que evoque una estación del año, cosa que a menudo expresa también un estado de ánimo. Por ejemplo, en japonés fuyu significa "invierno", pero transmite también una sensación de desolación e introspección; yamanemuru se puede traducir como “montaña que duerme”, pero en los haikus remite a un sentimiento de inmovilidad y paz. Lo que ocurre ahora es que las estaciones están sufriendo alteraciones debido al cambio climático, y eso hace que en Japón muchos kigo estén cayendo en desuso, perdiendo en parte su fuerza comunicativa, o que directamente ya no tengan sentido.
Por ejemplo, en Japón, el verano de 2024 fue el más caluroso registrado jamás durante segundo año consecutivo: las altas temperaturas empezaron en primavera y prosiguieron hasta bien entrado el otoño. La contemplación de las cerezas, un lugar común en los haikus, remite históricamente al mes de abril, que en el calendario japonés corresponde a finales de la primavera. Pero resulta que ahora las cerezas aparecen en la segunda mitad de marzo. Contemplar las cerezas en abril aparece representado por la palabra hanami, un kigo que ya no se corresponde con la realidad.
Lo mismo ocurre con otros haikus que describían momentos del año, hasta hace poco tiempo actuales y reconocibles, están perdiendo significado. Justin McCurry escribió un artículo en The Guardian ofreciendo ejemplos históricos de haikus que merecerían un breve cuerpo de notas en una publicación en su lengua original: cuando Matsuo Basho en un haiku hace referencia al “viento de otoño”, asociándolo a la atmósfera melancólica del paso a la estación otoñal, Basho tenía frío; hoy la temperatura en la misma época es mucho más alta, el viento de otoño se asocia más al calor sofocante, a la agonía, a la muerte tal vez. La capacidad del kigo de comprimir tres o cuatro meses de una estación en una sola palabra se está perdiendo.
En su artículo, McCurry entrevista a David McMurray, quien da cursos de haiku en la Universidad de Kagoshima, al sureste de Japón. Murray ofrece el ejemplo de la palabra “mosquito”, que en japonés siempre funcionó como el motor evocador de imágenes veraniegas. Pero hoy los mosquitos aparecen también en otoño, incluso en el norte de Japón, y por lo tanto la referencia estacional se debilitó. Los saijiki, es decir las extensas listas de palabras kigo que el poeta puede utilizar para evocar una estación, dice McMurray que corren el riesgo de volverse solamente documentos históricos.
Esa es la razón por lo que los propios japoneses están comenzando a sufrir algo que hasta hace poco era propio de los escritores de haikus occidentales: la pérdida de adherencia a la realidad, su mutación de tipo. Si somos un poco pesimistas podríamos hablar de la probable extinción del haiku. Es raro presenciar la extinción de un tipo de poesía, pero podría suceder. O tal vez los haikus muten: lo han hecho muchas especies animales para sobrevivir, muchas lenguas. Tal vez los poemas que Ana María Shua recopiló en No son haikus sean los haikus del futuro, en cuyo caso un día habrá que cambiarle el título y llamarlo: Antes no eran haikus, pero ahora sí.