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Los escritores prolíficos

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Boris Vian aseguraba, o quería hacer creer, que había escrito una novela –no recuerdo si La hierba roja o La espuma de los días– durante un viaje en avión entre París y Nueva York. Era, sin lugar a dudas, una mentira. Pero si pensamos un poco en la proeza literaria de Ryoki Inoue tal vez me haya equivocado y Vian haya dicho la verdad. Ryoki Inoue en realidad se llama José Carlos Ryoki de Alpoim Inoue, es brasileño, de ascendencia japonesa, y lleva escritos 1.086 libros. Hasta ahora ninguno de ellos fue traducido al español, pero no creo que la cosa sea preocupante ni para Ryoki Inoue ni para nosotros: desde 1986 se dedica a la escritura de novelas del Lejano Oeste, de guerra, policiales, espionaje, románticas y de ciencia ficción. Aun cuando eventualmente yo mismo consuma novelas de muchos de esos géneros, dudo que las novelas de Ryoki Inoue me gusten: las conozco, son la literatura ideal para los viajes largos en tren, y es por eso que en una época inundaban los quiscos de las estaciones. Algo pasó, con el tiempo desaparecieron, y esa literatura ligera y movediza fue reemplazada por el best-seller, es decir el best-seller a escala argentina, libros más o menos solicitados, que venden más o menos bien, pero que nunca alcanzan las cifras descomunales de los verdaderos hits internacionales, que son traducidos a una treintena de idiomas y venden millones de ejemplares en todo el mundo. Era una literatura amigable, simple, llena de “entonces”, “luego”, “de pronto”, pero en las cuales, a pesar de eso, o precisamente por eso, había un extraordinario exceso de eventos: mucho movimiento y poca reflexión. Cuando el tren en el que viajábamos llegaba a destino, teníamos la impresión de haber ocupado ese tiempo muerto comenzando y concluyendo algo. La valija se sentía más liviana colgando del brazo y nuestros pasos por el andén eran más seguros y determinados. Pero esa literatura ya no existe.

Ni siquiera en Brasil existe. Ryoki Inoue se convenció, o alguien le hizo creer, que podía ir por más, y ahora escribe novelas que se parecen a muchas otras, o que en realidad son iguales o peores que muchas otras. Pero eso no tiene importancia. Lo que importa es la mecánica de Ryoki Inoue, el método tremendamente obsesivo que lo llevaba a comenzar y concluir una novela en tres días.

Es posible que, como suele ocurrir, sus proezas se hayan magnificado, pero por ejemplo se dice que era capaz de escribir capítulos enteros llevando consigo la máquina de escribir al baño, porque no importa cuán prolífico seas, de vez en cuando hay que interrumpir la labor. Pero Ryoki Inoue no se interumpía: seguía. Incansable, ininterrumpidamente. Inagotable, cuenta la leyenda que las teclas de su máquina de escribir en poco tiempo debían ser cambiadas, porque a fuerza de los golpes que daba al teclado las partía. Y que los tipos, luego de un tiempo de esa exigencia frenética, quedaban lisos, como si alguien les hubiese pasado una lija. Una máquina de escribir nueva necesitaba reparación a los cinco meses. Otra historia cuenta que llevó a reparar su camioneta, y que mientras el mecánico trabajaba él se sentó y escribió una novela.

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Nada es gratis, Ryoki Inoue empezó a sufrir males que usualmente no sufre un escritor, como el codo de tenista. Y quejas de los vecinos: cualquiera que escribiera en una vieja máquina de escribir haría mucho ruido durante un par de horas, tres a lo sumo; Ryoki Inoue hacía ruido todo el maldito día, sin descanso. Los vecinos querían dormir, y Ryoki Inoue también dormía. Pero mientras dormía su mente seguía escribiendo, soñaba con máquinas de escribir.

Ryoki Inoue tiene hoy 77 años y sigue escribiendo. Pero dejó de ser un autor prolífico para parecerse un poco a cualquier escritor. Ahora, cuando tiene una idea, deja que madure un tiempo en su cabeza y luego se sienta y escribe pocas páginas por día. No muchas: tres o cuatro.