Según conté la semana anterior, de pura casualidad nomás, revisando la carpeta donde guardo mis viejas columnas escritas para este medio, encontré un texto tan bien escrito que de inmediato entendí que no era mío. Se trataba de un fragmento de un libro incompleto, perteneciente al período en que editaba libros ajenos para complementar mis fastuosos ingresos provenientes de la cantera del periodismo. Incompleto, deduje al releer el fragmento con asombrado deleite, porque el autor debía de haber muerto en el transcurso de su escritura. Fue un autor brillante y poco o nada conocido salvo por sus amigos y enemigos, un hombre acogotado por la pasión de los excesos, tan querible como insoportable, y no lo nombraré después de haberlo adjetivado, pero sí dejo constancia de que escribo estos renglones en su homenaje. Y como me ocuparé de resumir o tomar algunas de las anécdotas o conceptos que atravesaron este fragmento que está en mis manos, fragmentos de un libro a la vez inconcluso y póstumo, también debo mencionar que, góticamente, estoy abriendo la tumba literaria donde reposa el genio de un difunto para apropiarme de sus restos hechos palabras. Si fuese un policía del pensamiento, y habiendo admitido la apropiación, yo debería detenerme a mí mismo. Algo nada inusual en épocas como estas, en las que la cancelación inquisitorial, la vigilancia de los discursos atraviesa como cinta de Moebius desde el progresismo bienpensante hasta y sobre todo las hogueras inquisitoriales del Medioevo que tan bien encarnan altos exponentes del gobierno que supimos conseguirnos.