Después de años de navegar en las aguas inquietas de una empresa periodística donde se toleraba que durmiera la siesta convenientemente oculto en una sala de reuniones cerrada para mi proceso de digestión y reposo, decidí abandonar mi simulacro de profesional del medio y garantizarme la subsistencia trabajando de manera independiente en la edición de libros de investigación periodística, biografías autorizadas y no autorizadas, ensayos, etcétera, escritos mayormente por mis excompañeros de redacción, y en otras ocasiones por autores que buscaba cuando se me ocurría algún título posible. También, claro está, comencé a participar de estas columnas semanales que honran o deshonran a PERFIL, y que ya llevan, según acabo de fijarme, una continuidad de quince años.
Hará unos días, cuando iba a guardar la última que escribí en el archivo correspondiente al mes y año, advertí que en la carpeta general (“Perfil”) había columnas sueltas. Eran muchas. Pensé en ir leyéndolas una por una, ver algún indicio que me permitiera averiguar cuál sería su archivo correspondiente. Pero me dio pereza. ¿Qué importancia tendría eso, si ya habían sido publicadas? Cuando estaba a punto de cerrar la carpeta, me llamó la atención el título de una de ellas. Era “El dios abandonado III”. No recordaba haberla escrito, y tampoco recordaba haber escrito la I ni la II. Lógico, después de quince años…Pero el título me gustó, me gustó la idea de una continuidad sobre algo que no recordaba, así que la abrí y empecé a leerla.
La primera impresión fue de sorpresa. A lo largo de los años, cuando me encuentro con testimonios de mi escritura del pasado, siempre tengo la sensación de que “antes” escribía mejor. Ese antes puede ser cercano (el anteúltimo libro comparado con el último, el antepenúltimo comparado con el anteúltimo, y así). De hecho, bromeando, una vez un colega de columnas me dijo que lo único bueno que escribí en mi vida era mi primera novela, libro que, según los días, detesto o no reconozco. Si después de ese inicio (que considero malo) escribí peor…, si de ese comienzo pésimo mis libros hubieran comenzado una declinación constante y progresiva, después de haber publicado entre veinticinco y treinta de estos, la conclusión se vuelve desesperante. Los gnósticos dicen que el mundo fue creado por Sofía, la última de las deidades en el escalafón de los poderes descendentes, aquella cuya porción de divinidad tiende a cero. Así, si un escritor, yo o cualquier otro, que en el fondo no es más que un pequeño dios de su abismo personal, crea sus propios universos bebés cada vez peores, debe ser entonces un maestro de lo deforme y aberrante. En fin. Con algo hay que consolarse. Entre la nada y la pena…
Sigamos. Abrí la columna, empecé a leer y me pareció buenísima. Sólida, muy bien escrita, fundamentada, informada. Ajena a mí. De hecho, es lo que pensé: “¿Pero cuándo pude escribir algo así?”. De pronto, entendí: ese texto no era mío, sino de alguno de los autores con los que trabajé durante años, corrigiendo y editando sus textos. “El dios abandonado III” era entonces el capítulo o comienzo de capítulo de uno de los libros que edité a lo largo de los últimos veinticinco años. Algunos de ellos me habían interesado mucho, sobre ellos trabajé, sugiriendo modificaciones, agregados, entrevistas, variaciones varias, peleándome a veces con los autores…, una vida o parte de una vida. Pero a este texto no había que tocarle ni una coma. Lo raro era que no recordaba haberlo leído, siendo que me parecía magnífico, y tampoco recordaba en absoluto a su autor. Busqué entonces la carpeta donde guardaba todos los libros que edité: había desaparecido. ¿Quién me manda tratar de pasar todo el material de mi computadora de Dropbox a Google Drive? Para peor, tampoco conservo los mails enviados por más de dos años, así que tampoco pude rastrear el nombre del autor. Por estilo, por solvencia, los restos de esa obra magnífica que pasó por mis manos pertenecen, si no me equivoco, a un autor que ya murió. Solo, internado en una clínica geriátrica, aunque no era muy viejo, atacado por sus males y excesos. El mundo no llora sus pérdidas, y él no tuvo esposa ni hijos que lo despidieran.
La semana próxima escribiré sobre lo que leí.