Bastantes intelectuales y miembros de las elites de Occidente han perdido la fe en su civilización. Entre ellos y también en el conjunto de la población existe un resentimiento, porque desde Elon Musk hasta los trapitos del Conurbano sienten que no tienen los bienes o el reconocimiento que merecen.
La red amplió las fronteras de la realidad. Hasta hace veinte años teníamos una información escasa, nuestra vida cotidiana y nuestros sueños surgían de la comparación de nuestra realidad con la de los pocos humanos que podíamos conocer a lo largo de la vida. Con la red los horizontes se ampliaron hasta el infinito. Sabemos cómo son y cómo viven los más ricos del mundo, sentimos que tenemos el derecho de vivir así, y los Musk extienden sus aspiraciones hasta el universo. Todos nos sentimos pobres porque, como lo analizó Andre Gorz, la pobreza es solo la distancia que alguien siente que existe entre su realidad y lo que tienen otros.
La red ha puesto en nuestras manos cosas que nos hacen vivir mejor, pero ha fomentado también pulsiones negativas: la envidia, el enojo, el fanatismo, el desprecio por las normas, por la experiencia, por las instituciones. En su libro El conocimiento inútil, Jean-Francois Ravel afirma, con razón, que “la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo actual es la mentira”.
La tercera revolución industrial es la información. Nunca hubo tantos seres humanos con acceso a tantos datos y conocimientos. Casi todos tenemos en nuestro bolsillo un teléfono celular con el que podemos acceder a una cantidad infinita de información, que se procesa en segundos con la inteligencia artificial. Estamos ahogados en datos, pero la educación no puede progresar al ritmo que debería. Cunden las teorías conspirativas que fomentan el miedo en el futuro. La gente común y algunos líderes políticos quieren volver a un pasado que suponen maravilloso, cuando la gente vivía la mitad del tiempo que vive ahora, no había alcantarillas, agua potable, y la mayoría de la población era analfabeta.
Hace años, no podíamos comunicarnos con la frecuencia e intensidad con la que lo hacemos en la actualidad. Con nuestro celular, nos comunicamos decenas de veces por día, con personas sean que pueden estar en la habitación contigua o en las antípodas del mundo. Se debilitaron las barreras, podemos comunicarnos con individuos de cualquier nivel de educación, clase social, raza, edad o condición. Cualquier persona puede poner un mensaje en el sitio de Javier Milei y es posible que reciba una respuesta.
La gente se vincula directamente con amigos, reales o virtuales, que, por lo general son poco informados. Tienen pocos contactos con líderes y personajes sofisticados. En la sociedad vertical, los hijos escuchaban a sus padres, los alumnos a los maestros, los feligreses a los curas, los menos educados a los doctos.
Los ciudadanos, para tomar sus opciones políticas, buscaban el consejo de personajes respetables que les hablaban de ideologías y teorías. Actualmente el ciudadano se comunica con su entorno virtual y depende de él. Los jóvenes huyen de las plataformas a las que se integran sus padres, y también los estudiantes cuando saben pueden ser invadidos por sus maestros.
No quieren tener el consejo de personas que les proporcionen información sustancial. No van a votar por el candidato que tenga mejores propuestas, sino por el que tiene más likes en el entorno en que viven él y sus amigos. Casi nunca conversan de programas de gobierno o de ideologías. Quieren divertirse. Por eso, para ganar las elecciones, es necesario llamar su atención, elaborar un buen meme drop, más que escribir un programa de gobierno o atacar a sus adversarios políticos.
Se ha perdido el respeto por el pasado. Antes, un buen currículum político ayudaba para que la gente decida votar por un candidato. Ahora provoca sospecha. Se ha generalizado la idea de que el mundo está mal por culpa de los que los gobernaron las ultimas décadas. No es cierto que está peor que antes, ni eso es obra de quienes lo gobernaron, pero el mito está instalado. Se consiguen votos con una comunicación que mueve a los partidarios a participar, reír o llorar.
Decayó el respeto por los estudiosos. Muchos creen que con una aplicación de su teléfono, pueden conseguir toda la información que necesitan. Desprecian la experiencia y a veces combinan su ignorancia con un amontonamiento abigarrado de datos, a veces reales, falsos o absurdos, que se encuentran en la red. Terminan guiándose por ideas, mezcladas con mitos ridículos, tamizados por las ideologías.
Las elites nunca tuvieron mejores herramientas que las actuales, para tomar decisiones políticas, económicas, sociales y culturales. Deberían tener un éxito enorme y una gran popularidad pero están alejadas de la realidad que, en democracia, es solamente lo que está en la mente de los electores. En Occidente cunde el resentimiento y un rechazo a las elites de todo tipo.
Trump gana las elecciones con el rechazo de la mayoría de las universidades, los intelectuales, los artistas y los medios de comunicación, pero consigue el apoyo de los trabajadores del rust belt, los campesinos supersticiosos de zonas rurales y los amish. Es natural que luego haga propuestas tan absurdas como “recuperar” Groenlandia, que es parte de Dinamarca desde quinientos años antes de que existan los Estados Unidos. En 1124 tuvo un obispo católico en la diócesis de Gardar, sufragánea de la de Nidaros en Noruega. Como con otros outsiders, el espectáculo que protagoniza Trump es más pintoresco cuando está más alejado de la realidad.
Las elites deberían tener éxito manejando las herramientas que hoy existen, pero han logrado que las rechacen las mayorías. Tienen problemas para comunicarse con ciudadanos a los que consideran ignorantes y superficiales, mientas estos las consideran lejanas de su realidad, dedicadas a atacarse entre ellas en una lucha inmoral por el poder. Desgraciadamente, en la democracia Dios permite que ganen los ignorantes cuando son más numerosos que los educados.
Muchos intelectuales y políticos ven su lucha por el poder como un enfrentamiento entre izquierda y derecha, a pesar de que estos conceptos están obsoletos. El socialismo real se acabó hace treinta años. Nunca llegó a existir el famélico proletariado que anunció Marx. El mundo evolucionó y todos vivimos mejor que hace
cien años, incluidos los obreros industriales.
Se equivocan los que dicen que Argentina está más pobre que nunca, y que debemos volver al pasado glorioso en el que fue la primera potencia mundial. Nunca eso fue así y si comparamos nuestra expectativa de vida, y el acceso a bienes y servicios actual, con los de fines del siglo XIX, nos daremos cuenta de que hemos ascendido del infierno al cielo.
Desde hace más de una década, es común que la gente diga que no llega a fin de mes, pero todos siguen vivos, comen y visten cada vez mejor, tienen acceso a más diversiones. En el campeonato mundial de fútbol, había más argentinos que ciudadanos de otros países, cuando un equipo jugó en Río de Janeiro fueron a alentarlo 80 mil hinchas. Nunca se ha visto a tanta gente que sin poder llegar a fin de mes haga tanto turismo.
Existen desigualdades económicas, pero los grupos que predican la lucha de clases terminan manteniendo un negocio marginal con sus piquetes y protestas, obtienen cantidades mínimas de votos. Los partidos que centran su discurso en la “izquierda” o la derecha” están perdidos en una región en la que los que, sumados, los que se identifican con esas alternativas, no llegan al 30%. Muy pocos entran a cualquier plataforma para discutir sobre política o ideología. Son temas que interesan solo a pocos que tienen su voto decidido.
Las herramientas tecnológicas ponen una enorme cantidad de información al alcance de todos, existe una oferta de placer y de estímulos para la curiosidad casi sin límites, con las que no puede competir el discurso político. Las redes sociales ocupan cada vez más espacio en una realidad virtual que avanza sobre la realidad fáctica, y van volviendo obsoletas las diferencias entre la verdad y la ficción, el bien y el mal.
No se puede detener su crecimiento, y su influencia en la sociedad y en la transformación de nuestras mentes, que está por multiplicarse billones de veces con el desarrollo de la computación cuántica y la inteligencia artificial. Ya están entre nosotros y recién han empezado su transformación de la realidad.
Revel analiza el papel de las ideologías en este colapso de la lógica y las taxonomías que ordenaban los conceptos. Dice que las ideologías instalan una triple dispensa que nos permite sumergirnos sin remordimientos en el océano de la mentira.
Una dispensa intelectual que nos permite recordar solamente los hechos favorables a la tesis que defendemos, negando, omitiendo y olvidando los hechos que las contrarían. Una dispensa práctica que quita todo valor a los fracasos, fabricando excusas para explicarlos y finalmente una dispensa moral que deroga, con distinta vara, las nociones de bien y mal para sus militantes y para los adversarios. La absolución ideológica del asesinato y del genocidio que se ha dado con esta dispensa, ha sido tratada por varios historiadores.
Maduro y sus militares tienen una idea tan alta de su propia moralidad que parecería que su vida fastuosa y sus atropellos a los derechos humanos constituyen un sacrificio que hacen para lograr el ideal superior de la revolución.
Por eso las ideologías, con ese u otros nombres, han sido bienvenidas siempre en la política. Son conjuntos de creencias que justifican decir cualquier cosa, reñida que con la historia, siempre que sirva para una causa. Teólogos como Nicolás Maduro, Gustavo Petro y Jorge Bergoglio han dicho que Jesús de Nazaret fue palestino y han depositado su imagen en una Kufiya, símbolo de los combatientes de Gaza. La simpatía con el islam les hace negar lo obvio: Jesús fue judío practicante.
*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.