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En lugar de jugar a la sociología de bolsillo, Urrutibehety usa las páginas de las que dispone para renegar del periodismo, y hace bien.

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Me molesta que los libros no digan en la contratapa cuándo nació el autor. Hubo una época en la que la gente bien educada no les preguntaba la edad a las mujeres, pero parece que la costumbre se extendió a los escritores sin distinción de sexo, aunque es fácil averiguar la edad de alguien gracias al Google (de paso, no sé si a esta altura la gente sigue usando el Google o se pasó a los programas de inteligencia artificial para que le contesten esas preguntas). Saber la fecha de nacimiento no obedece a una curiosidad chusmeril, sino al deseo de saber quién es el que narra lo que uno lee, al menos en lo que hace a su generación, si se trata de un veterano o de un imberbe. La foto en la solapa también se agradece (uno puede decidir no leer el libro de alguien que porta esa cara) pero tal vez sea mucho pedir.

Un caso de fecha de nacimiento desconocida por la solapa es el de Gabriela Urrutibehety (apellido más vasco no se consigue), que acaba de publicar en Vinilo (la editorial) un librito que se llama Monstruos. De todos modos, a poco de leer se aclara que es madre de tres hijos e incluso abuela. Que además nació en Tandil pero vive en Dolores, Primer Pueblo Patrio, según se anuncia en la entrada de la Ruta 63 a la ciudad. En Dolores hace mucho calor en verano y mucho frío en invierno, como puede comprobar el viajero, pero también hay un juzgado federal en el que se sustanciaron algunas causas célebres, como el asesinato de José Luis Cabezas y las que fabricó un juez crápula de apellido Bernasconi contra gente famosa como Charly García y Alberto Tarantini, que concluyeron en la prisión del propio juez.

La última causa célebre que fue a parar a Dolores fue el crimen de Fernando Báez Sosa, un adolescente porteño asesinado a patadas en la puerta de una disco de Villa Gesell por parte de una patota, también adolescente pero de Zárate, a la que la opinión pública conoció como “los rugbiers”, un asunto que hizo correr ríos de tinta y consumió cientos de horas televisivas. El hecho ocurrió en enero de 2020 y el juicio empezó tres años más tarde. Como periodista de medios locales, a Urrutibehety le tocó cubrirlo y el libro es la crónica de esos días. En realidad, esa es solo una excusa: Urrutibehety hace bien en no emplearse demasiado en los pormenores policiales ni en la atmósfera de linchamiento mediático que generó la supuesta condición social de los imputados, unos matoncitos de clase media lumpen que tuvieron mala voluntad y peor suerte, aunque no tan mala como la de su víctima.

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En lugar de jugar a la sociología de bolsillo, Urrutibehety usa las páginas de las que dispone para renegar del periodismo, y hace bien. “Hoy descreo de la profesión y solo quiero llegar a casa para encerrarme a terminar de escribir una novela que probablemente nunca publicaré. Una novela que habla sobre la vida en la cárcel, sin morbo”. Pero no solo reniega del periodismo, sino también de la Justicia, del pueblo, de la vejez, del calor, del país, de los medios y de todo lo que se ponga a tiro de ese santo mal humor suyo que ilumina tanta oscuridad. Cuando todos se hayan olvidado de Cabezas y de los rugbiers, el hastío de Urrutibehety seguirá ahí como testimonio de lo que son las vidas imposibles que nos tocan.