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Lo imposible

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Desde hace unos años trato de precisar el momento en que me aconteció una modesta epifanía. Cuento primero  la ocurrencia, apenas adornada por el contexto, y después trataré de ajustar la situación en tiempo y espacio. Aquel día yo estaba tirado en una reposera, contemplando las ramas secas de un sauce llorón que se retorcían felices proyectando sus dibujos incompletos contra el cielo, cuando se me hizo evidente que no había ni podría haber en el mundo una novela que alcanzara a prodigarse de esa manera, con tantas entrelazadas líneas de su relato. Sí, tal vez, llegaría a existir un texto, una frase que enunciara esa posibilidad, pero nunca su desarrollo. Con suerte, en el intento uno es capaz de imaginar el decurso de esas líneas en el tiempo, pero el sauce llorón, discreto como se presentaba, era ya una totalidad. Se trataba entonces de dos líneas heterogéneas que no se cruzarían en ningún infinito.

Por supuesto, el planteo de una imposibilidad es el paso previo a un desafío. No avancé nada en ese proceso. De hecho, solo se me ocurren variaciones de situaciones, lo que supondría equiparar la modalidad creativa de un obsesivo con el programa de una diversidad natural. Digan lo que quieran, el arte quiere imitar a la naturaleza, pero a lo sumo alcanza a dar cuenta de sí mismo, describe su propio recorrido y lo acompaña hasta poner delante de su lector un resultado: la forma. Esa percepción es posterior al  resultado y no prescinde de su consideración. Puede no ser más que una intuición, apenas un trazo, una línea, un atisbo de curva, o un vértigo de formas concéntricas. Pero esa formalización de la forma no alcanzará nunca a registrarse como la salvaje explosión de esas líneas delgadas contra un cielo que se iba oscureciendo, mientras yo las contemplaba preguntándome qué haría con lo que veía. Pasaron los años, es claro, y en la incertidumbre que acompaña a ese paso, a veces me pregunto dónde estaba yo en aquel momento y si lo que estaba viendo era un sauce llorón, que suele abundar al borde de algunos ríos. Tampoco dejo de preguntarme por aquella serena contemplación, cuando, para ver solo ramas y no hojas, aquello debía estar sucediendo en invierno, y no tengo el menor registro de haberme enfriado en el éxtasis de aquel descubrimiento. El tiempo adultera hasta los recuerdos más preciosos, y yo, que creí saber algo de lo que veía, ya no sé nada.