Hasta la llegada de la fotografía, y antes incluso, gracias al arte del retrato pintado, al que no cualqueira tenía acceso (lo que hoy encontramos en las paredes de los museos en una época colgaba de las paredes de las mansiones, para que solo pudieran disfrutarlo los mismos retratados), difícilmente el hombre común podía conocer siquiera el rostro de su rey, o de los que conformaban el círculo íntimo del rey; en fin, de quienes tomaban las decisiones. Un rey, pongamos en los siglos XVI, XVII y XVIII, podía disfrazarse y bajar a la calle y caminar entre sus súbditos sin ser reconocido, no porque su tarea de camuflaje fuese necesariamente efectiva, sino porque simplemente nadie conocía su aspecto. De hecho, esa ignorancia empezó a quebrarse con la acuñación de monedas que representaban al rey en cuestión, pero incluso entonces el retrato casi nunca hacía justicia al soberano, y si lo hubiese deseado, con las ropas adecuadas, el rey mismo hubiese podido dar vueltas entre el vulgo manipulando sus propios retratos e incluso siendo asaltado para arrebatárselos. La película Casanova, de Lasse Hallström, con Heath Ledger en el papel del seductor veneciano y Sienna Miller en el de su enamorada de turno, es una comedia bastante pueril y muy delirante (la trama no viene a cuento ahora), pero interesantísima porque pone de manifiesto precisamente eso: en el siglo XVIII cualquiera podía hacerse pasar por cualquiera, porque no había modo de confirmar ninguna identidad.
Es decir, había modos de confirmar la identidad: eso permitía transacciones comerciales, compras y ventas de campos y propiedades diversas, tránsito y migraciones, pero en la vida cotidiana cualquiera podía hacerse pasar por otra persona. Y la película de Hallström lleva esa manía al paroxismo, de modo que nadie es quien dice ser y solo el espectador conoce, o cree conocer, la verdadera identidad de los protagonistas. En ese sentido, es una película esclarecedora, aunque el Casanova que se pinta en ella no tenga nada que ver con el que conocemos, o creemos conocer.
Recordaba esa película a raíz de que, en un extraño retroceso, hoy también es difícil saber con quién estamos lidiando. Sí, todos tenemos un documento de identidad que acredita quiénes somos, pero difícilmente alguien puede pedirle a otra persona que confirme su identidad apelando a él (salvo que se trate de un Cliff Booth cuidándose de no estar seduciendo a una menor de edad, en cuyo caso, tal como ocurre en Érase una vez en Hollywood, será tildado de inmediato de aguafiestas; todos adoramos ese momento, solo porque Cliff hacía lo que debe hacerse). Cotidianamente lidiamos con personas que no sabemos quiénes son, o creemos saber quiénes son, pero que resultan ser otros. No es que crea que hemos retrocedido a la Edad Moderna, ni siquiera estoy seguro de que haya allí un retroceso propiamente dicho, solo digo que la cosa no cambió demasiado.
Hace unos años recibí un mail de Irene Gruss donde me anunciaba que estaba en Atenas y que le habían robado y necesitaba dinero, que por favor le girara mil dólares, que con eso se arreglaba. El problema es que en el mail la supuesta Irene usaba una palabra que Irene jamás hubiese usado: “momentico”. Entonces la llamé por teléfono y, como era de suponer, Irene estaba en su casa, ignorando que le habían hackeado la cuenta de mail. Pero le seguí la corriente al hacker diciéndole que podía enviarle diez mil dólares, a condición de que a su vuelta hiciera algo por mí, a lo que el hacker desesperado respondió sin más: “Lo que quieras, papito” (algo que tampoco hubiese dicho Irene; no a mí, al menos). Me hubiese gustado conocer al hacker defraudado.
El sábado pasado un amigo escritor estaba manejando cuando recibió una llamada de un número desconocido. Era un editor italiano que quería comprar los derechos de toda su obra, hacerla traducir y publicarla en Italia. Era simpático y hablaba un español un poco torpe. Pero en realidad era yo.